14 de marzo de 2012

Tema: MIGRACIONES


Intento recordar la tertulia sobre migraciones que mantuvimos a partir de los libros de Jhumpa Lahiri y de Sartori (Tierra desacostumbrada y La sociedad multiétnica).
Fue una tarde intensa, llena de ejemplos en el debate porque en este tema, como en muchos otros, las abstracciones teóricas y los argumentos políticos, suelen olvidarse de que detrás de cada historia de migración hay una persona que sufre, o que arriesga, o que huye y que siempre desafía su destino.
Hablamos de la integración a partir de la pertinencia o no del velo, el niqab o el burka y la paradójica tolerancia del hábito católico.
Intentamos comprender algunas pautas culturales pero fuimos incapaces de encontrarle un camino no represivo a otras.
Comentamos las pretensiosas "categorías" que algunos se permiten establecer, a partir del mayor o menor poder económico o nivel cultural del inmigrante.
Y hablamos de experiencias.
Algunos contaron historias cercanas, de gente que conocen, de compañeros, de amigos, y otros contaron su propia experiencia de exilio o de emigración.
Como han pasado algunos meses de esa charla no puedo reflejar todos las opiniones y ponencias pero sí recuerdo esos dos aspectos: los ejemplos concretos y las experiencias vividas. Y creo que merece la pena señalar lo acertado de ese enfoque, siempre pendiente de los individuos afectados. Es por esto que me permito transcribir un texto sobre una experiencia migratoria que forma parte de una novela inédita de alguien que conozco. No es una experiencia excepcional ni épica. No habla de pateras ni de centros de reclusión. Pero, tal vez por el contrario, porque cuenta solo una historia más, pueda transmitir en pequeños trazos la singularidad que supone todo cambio y el desafío que enfrenta aquel que emigra.

“Anoche soñé que volvía a Madrid. Hace doce años que dejé Buenos Aires y en todo este tiempo nunca he dejado aquella por más de tres semanas. Volver a Buenos Aires ya no es volver, es ir. Madrid es mi lugar, aquí está mi vida. Pero anoche soñé que volvía a otro Madrid, a un Madrid mío y ya pasado que no podría recuperar aunque quisiera: mi primer Madrid, el Madrid de mi llegada. O sea que anoche soñé que volvía a llegar a Madrid…
No estoy siendo claro.
Soñé que volvía a aquella ciudad que me recibió con los brazos abiertos y las pelas escasas. Ese Madrid de los primeros noventa al que llegué después de un par de meses viajando por Europa con Inter-Rail, durmiendo en albergues o en los propios trenes y visitando, mochila al hombro, los lugares que habíamos conocido estudiando o escuchando a los abuelos. Esa Europa fascinante a la que nos mintieron que pertenecíamos por historia y derecho y de la que tan lejos nos veíamos al recorrerla.
Pero vuelvo a mi sueño.
Soñé que estaba otra vez en aquel piso compartido por Cuatro Caminos, cerca de la estación del metro Alvarado, donde convivíamos cinco amigos argentinos llegados por los motivos más diversos, todos “ilegales-sin-papeles” que trabajábamos por horas, unos en despachos profesionales afines a nuestros estudios, o en el telemarketing que acababa de iniciarse y otro intentando entrar en el mundo del deporte. En aquel piso de Alvarado éramos como cinco náufragos. Nos organizábamos por tareas de adjudicación rotatoria, con horarios programados y compras en hipermercados de a 2 x 1. De lunes a viernes se comía en casa ya que las absurdas dos horas que “se toman los gallegos para comer” nos permitían, abono-transporte mediante, volver a mediodía y ahorrarnos el tener que pagar un restaurante. Se cenaba también en casa y siempre se seguía el estricto menú que nuestra economía nos permitía, reciclando las sobras, estirando los víveres. Los miércoles comíamos pollo, por lo tanto los jueves se hacía un caldo con la carcasa y, ante la peregrina sorpresa de que hubiera sobrado algo de carne, se aprovechaban esos restos en una salsa para espaguetis que pomposamente llamábamos “Principe di Napoli” (pronúnciese “prínCHipe”…como decía nuestro chef). ¡Bocatto di cardinale! Esta lógica gastronómica nos facilitaba las previsiones de gastos y hacía menos incierta la cotidiana tarea de contar los duros que nos quedaban para llegar a fin de mes.
Aquellas cenas albergaban también el momento de organizar las tareas domésticas, de contarnos las anécdotas laborales o los hallazgos que cada uno aportaba de aquello que nos ofrecía esa ciudad que descubríamos día a día y entre todos. Madrid era un desafío y teníamos que apoyarnos uno en el otro cada vez que alguno tropezaba o era invadido por la tan porteña nostalgia. Y era en esas cenas cuando nuestro compañero deportista nos contaba regularmente cómo había vuelto a pararlo la policía en la calle para pedirle el pasaporte de malas maneras. A los demás nunca nos pasó pero, claro, él era el único de los cinco con rasgos “latinoamericanos”, en el infame sentido policial del término. En esos momentos había que juntar fuerzas para apuntalar al golpeado y hacerlo desistir de la tentación de abandonar y volverse a casa. En síntesis: cenas de familia.
Europa aún tenía fronteras físicas (las otras existirán siempre) y cada tres meses estábamos obligados a salir de España en un viaje de turismo forzoso que nos permitiera conseguir el sello en el pasaporte que renovara la visa de turista por otro escaso período. Portugal y Marruecos eran los destinos habituales pero, más allá de buscar la forma más barata y rápida de salir, había que asegurarse, contra viento y marea, que la frontera elegida nos garantizara el preciado sello administrativo en el pasaporte al volver. Las fronteras con Francia eran un riesgo que no podía correrse ya que la mitad de las veces dejaban pasar los coches sin pararlos o, aunque subían al autobús revisando pasaportes, los putos gendarmes se dejaban el sello en la garita. ¡Cabrones! Aquellos viajes no eran de placer pero conseguíamos disfrutar de ellos a pesar del sentimiento de pertenencia vulnerado y la sensación de estar escapando de algo. Por suerte existe Portugal, cercano, tierno y acogedor. Maravillosa Lisboa.
En aquellos primeros meses, Madrid era para mí un conjunto desarmado de sitios que aparecían milagrosamente al salir de una boca del metro. Un gran rompecabezas incompleto cuyas piezas se unían por una línea de trazos subterráneos. Qué pasaba entre Cuatro Caminos y Tribunal, era tan misterioso como lo que habría entre Bagdad y Ulán Bator. El puzle se fue completando a medida que mi vida se fue haciendo a la ciudad.
A pesar haberme instalado en pocas semanas, trabajando e incorporado a una nueva rutina, tardé muchos meses, tal vez un par de años, en comprarme un libro o unos zapatos sin pensar automáticamente lo que abultarían en la valija o cuánto aumentarían el peso permitido en un hipotético vuelo de retorno.
La presencia de la familia se hacía más necesaria de lo que habría supuesto antes de mi viaje. El correo no daba sensación de inmediatez, de cercanía, y llamar por teléfono, en esos tiempos, era carísimo. Pero una vez metido en la realidad del exilio no dudé en recuperar el contacto mediante llamadas quincenales desde un locutorio clandestino. Hoy parece un absurdo pero en aquella época se leía cada pocos días en el periódico que se había desarticulado otro locutorio clandestino en un piso de Madrid o Barcelona. Escondidos y sórdidos, esos locutorios eran la única manera que teníamos de sentirnos cerca de nuestra gente. El procedimiento, aunque patético, no dejaba de tener algo de película. Para concertar una cita en aquel locutorio, al que solía asistir, había que llamar a un número de teléfono y preguntar por Caridad. Una voz masculina preguntaba cuándo querías asistir, cuánto tiempo ocuparías y si sabías dónde estaban “ahora”, porque el locutorio cambiaba de domicilio regularmente y cada cuatro o seis semanas alguien te pasaba el nuevo teléfono de contacto de Caridad. Caridad, un nombre irónico para una actividad ilegal. Aunque lo cierto es que a nosotros, ilegales también, nos hacía un favor casi caritativo. Asistías a la cita programada, tocabas el portero y el zumbido de la puerta te abría paso sin que nadie preguntara. Eran pisos siempre interiores, con las ventanas siempre cerradas y las persianas siempre bajadas, situados en planta baja o primera a lo sumo, para evitar el trasiego por la escalera que despertara las sospechas vecinales. Pisos vacíos en los que en cada habitación había solamente un teléfono en el suelo y una banqueta donde sentarse. Era habitual cruzarse con alguien que salía llorando la Distancia, o escuchar los gritos de otro que discutía de dinero con su familia. Se pagaba al salir, por si la nostalgia y el cariño familiar te demoraban y ocupabas más tiempo del pactado. Mi madre me preguntaba cada vez si aquello no era peligroso y yo le mentía, inconsciente, que estaba todo bien. Pero la cosa no siempre funcionaba. A veces, cuando llamabas para concertar la cita habitual, preguntabas por Caridad y te contestaban secamente: “¡Eso no corre más, se acabó!”… y te colgaban sin esperar a que reaccionaras. Esa vez tocaba pagar una llamada desde el locutorio oficial de la Telefónica de la Gran Vía. Llamadas rápidas y caras que no podías evitar hacer. La sangre llama. Pero sin embargo, al poco tiempo, te enterabas de que, por suerte, Caridad volvía a funcionar. Por caridad…
Estoy confundiendo todo, otra vez...
Esto que cuento, estos recuerdos, no estaban en el sueño. Pero estaban en mí, dentro del sueño. Nunca retengo los detalles. Del sueño de anoche conservo que estaba en mi Madrid de aquella primera época; que estaba en ese piso de Alvarado y que yo era aquel que ya no soy. Hoy soy un ciudadano “legal”, con todo lo absurdo que ese concepto presupone. Interrumpo mi trabajo durante dos horas para comer en un restaurante, viajo a Lisboa por placer siempre que puedo, llamo a mis padres desde el teléfono de mi casa un par de veces por semana y mantengo el contacto con mi gente por internet. Aquellos amigos de entonces siguen siéndolo hasta hoy, a pesar de los caminos diversos que cada uno ha tomado.
El sueño de anoche me devolvió la fuerza y las ganas de enfrentarme al mundo que tenía en esos tiempos. Nos reíamos del dinero, nos jugábamos por un sueño, y nos arriesgábamos para conseguir media hora de charla con la familia. También me ha enfrentado con el imparable paso del tiempo: el Viejo ha muerto, yo ya no soy el mismo, pero aquellas ganas renovadas aún pueden ayudarme para terminar mi búsqueda”.

4 comentarios:

  1. Que gran verdad: cómo confundimos el lugar que añoramos con la persona que eramos. Magnifico viaje en el tiempo.

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  2. Gracias, Charo. ¡Y bravo por inaugurar el turno de comentarios!

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  3. No he tardado en dar contigo: "Migraciones". Era fácil porque aunque te alejes o te ocultes, el espacio deja huellas en las personas (¿o era al revés?).

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  4. Esperaba tus cartas como se espera un remedio. Tu ausencia era fuerte, muy fuerte. No tenía teléfono en Pasteur y mamá me contaba cosas que yo no creía. Papá hablaba de salud y de trabajo.
    Tus cartas eran el fiel reflejo de lo que estabas viviendo, de lo que sentías, de como ibas acostumbrándote a la lejanía.
    Y luego fueron los cassettes (aún los conservo). Con tu voz, tu música y ese pequeño acento que empezaba a aparecer.
    Te extrañé mucho, mucho. me enojé tanto con la vida, el país, la distancia...
    Aún te extraño, pero la tecnologia me engaña y me hace creer que te veo una vez por semana.
    Te quiero
    Graciela

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