Intento
recordar la tertulia sobre migraciones que mantuvimos a partir de los libros de
Jhumpa Lahiri y de Sartori (Tierra desacostumbrada y La sociedad multiétnica).
Fue
una tarde intensa, llena de ejemplos en el debate porque en este tema, como en
muchos otros, las abstracciones teóricas y los argumentos políticos, suelen
olvidarse de que detrás de cada historia de migración hay una persona que sufre,
o que arriesga, o que huye y que siempre desafía su destino.
Hablamos
de la integración a partir de la pertinencia o no del velo, el niqab o el burka
y la paradójica tolerancia del hábito católico.
Intentamos
comprender algunas pautas culturales pero fuimos incapaces de encontrarle un
camino no represivo a otras.
Comentamos
las pretensiosas "categorías" que algunos se permiten establecer, a partir del mayor o menor poder
económico o nivel cultural del inmigrante.
Y
hablamos de experiencias.
Algunos
contaron historias cercanas, de gente que conocen, de compañeros, de amigos, y
otros contaron su propia experiencia de exilio o de emigración.
Como
han pasado algunos meses de esa charla no puedo reflejar todos las opiniones y
ponencias pero sí recuerdo esos dos aspectos: los ejemplos concretos y las
experiencias vividas. Y creo que merece la pena señalar lo acertado de ese
enfoque, siempre pendiente de los individuos afectados. Es por esto que me
permito transcribir un texto sobre una experiencia migratoria que forma parte
de una novela inédita de alguien que conozco. No es una experiencia excepcional
ni épica. No habla de pateras ni de centros de reclusión. Pero, tal vez por el
contrario, porque cuenta solo una historia más, pueda transmitir en pequeños
trazos la singularidad que supone todo cambio y el desafío que enfrenta aquel
que emigra.
“Anoche
soñé que volvía a Madrid. Hace doce años que dejé Buenos Aires y en todo este
tiempo nunca he dejado aquella por más de tres semanas. Volver a Buenos Aires
ya no es volver, es ir. Madrid es mi lugar, aquí está mi vida. Pero anoche soñé
que volvía a otro Madrid, a un Madrid mío y ya pasado que no podría recuperar
aunque quisiera: mi primer Madrid, el Madrid de mi llegada. O sea que anoche
soñé que volvía a llegar a Madrid…
No
estoy siendo claro.
Soñé
que volvía a aquella ciudad que me recibió con los brazos abiertos y las pelas
escasas. Ese Madrid de los primeros noventa al que llegué después de un par de meses viajando
por Europa con Inter-Rail, durmiendo en albergues o en los propios trenes y
visitando, mochila al hombro, los lugares que habíamos conocido estudiando o
escuchando a los abuelos. Esa Europa fascinante a la que nos mintieron que
pertenecíamos por historia y derecho y de la que tan lejos nos veíamos al
recorrerla.
Pero
vuelvo a mi sueño.
Soñé
que estaba otra vez en aquel piso compartido por Cuatro Caminos, cerca de la
estación del metro Alvarado, donde convivíamos cinco amigos argentinos llegados
por los motivos más diversos, todos “ilegales-sin-papeles” que trabajábamos por
horas, unos en despachos profesionales afines a nuestros estudios, o en el
telemarketing que acababa de iniciarse y otro intentando entrar en el mundo del
deporte. En aquel piso de Alvarado éramos como cinco náufragos. Nos
organizábamos por tareas de adjudicación rotatoria, con horarios programados y
compras en hipermercados de a 2 x 1. De lunes a viernes se comía en casa ya que
las absurdas dos horas que “se toman los gallegos para comer” nos permitían,
abono-transporte mediante, volver a mediodía y ahorrarnos el tener que pagar un
restaurante. Se cenaba también en casa y siempre se seguía el estricto menú que
nuestra economía nos permitía, reciclando las sobras, estirando los víveres. Los
miércoles comíamos pollo, por lo tanto los jueves se hacía un caldo con la
carcasa y, ante la peregrina sorpresa de que hubiera sobrado algo de carne, se
aprovechaban esos restos en una salsa para espaguetis que pomposamente
llamábamos “Principe di Napoli” (pronúnciese “prínCHipe”…como decía nuestro chef). ¡Bocatto di cardinale! Esta lógica gastronómica nos facilitaba las
previsiones de gastos y hacía menos incierta la cotidiana
tarea de contar los duros que nos quedaban para llegar a fin de mes.
Aquellas
cenas albergaban también el momento de organizar las tareas domésticas, de
contarnos las anécdotas laborales o los hallazgos que cada uno aportaba de
aquello que nos ofrecía esa ciudad que descubríamos día a día y entre todos.
Madrid era un desafío y teníamos que apoyarnos uno en el otro cada vez que
alguno tropezaba o era invadido por la tan porteña nostalgia. Y era en esas
cenas cuando nuestro compañero deportista nos contaba regularmente cómo había
vuelto a pararlo la policía en la calle para pedirle el pasaporte de malas
maneras. A los demás nunca nos pasó pero, claro, él era el único de los cinco
con rasgos “latinoamericanos”, en el infame sentido policial del término. En
esos momentos había que juntar fuerzas para apuntalar al golpeado y hacerlo
desistir de la tentación de abandonar y volverse a casa. En síntesis: cenas de familia.
Europa
aún tenía fronteras físicas (las otras existirán siempre) y cada tres meses
estábamos obligados a salir de España en un viaje de turismo forzoso que nos
permitiera conseguir el sello en el pasaporte que renovara la visa de turista
por otro escaso período. Portugal y Marruecos eran los destinos habituales
pero, más allá de buscar la forma más barata y rápida de salir, había que
asegurarse, contra viento y marea, que la frontera elegida nos garantizara el
preciado sello administrativo en el pasaporte al volver. Las fronteras con
Francia eran un riesgo que no podía correrse ya que la mitad de las veces
dejaban pasar los coches sin pararlos o, aunque subían al autobús revisando
pasaportes, los putos gendarmes se dejaban el sello en la garita. ¡Cabrones!
Aquellos viajes no eran de placer pero conseguíamos disfrutar de ellos a pesar
del sentimiento de pertenencia vulnerado y la sensación de estar escapando de
algo. Por suerte existe Portugal, cercano, tierno y acogedor. Maravillosa
Lisboa.
En
aquellos primeros meses, Madrid era para mí un conjunto desarmado de sitios que
aparecían milagrosamente al salir de una boca del metro. Un gran rompecabezas
incompleto cuyas piezas se unían por una línea de trazos subterráneos. Qué
pasaba entre Cuatro Caminos y Tribunal, era tan misterioso como lo que habría
entre Bagdad y Ulán Bator. El puzle se fue completando a medida que mi vida se
fue haciendo a la ciudad.
A
pesar haberme instalado en pocas semanas, trabajando e incorporado a una nueva
rutina, tardé muchos meses, tal vez un par de años, en comprarme un libro o
unos zapatos sin pensar automáticamente lo que abultarían en la valija o cuánto
aumentarían el peso permitido en un hipotético vuelo de retorno.
La
presencia de la familia se hacía más necesaria de lo que habría supuesto antes
de mi viaje. El correo no daba sensación de inmediatez, de cercanía, y llamar
por teléfono, en esos tiempos, era carísimo. Pero una vez metido en la realidad
del exilio no dudé en recuperar el contacto mediante llamadas quincenales desde
un locutorio clandestino. Hoy parece un absurdo pero en aquella época se leía
cada pocos días en el periódico que se había desarticulado otro locutorio
clandestino en un piso de Madrid o Barcelona. Escondidos y sórdidos, esos
locutorios eran la única manera que teníamos de sentirnos cerca de nuestra
gente. El procedimiento, aunque patético, no dejaba de tener algo de película.
Para concertar una cita en aquel locutorio, al que solía asistir, había que
llamar a un número de teléfono y preguntar por Caridad. Una voz masculina preguntaba
cuándo querías asistir, cuánto tiempo ocuparías y si sabías dónde estaban
“ahora”, porque el locutorio cambiaba de domicilio regularmente y cada cuatro o seis semanas alguien te pasaba el nuevo teléfono de contacto de Caridad.
Caridad, un nombre irónico para una actividad ilegal. Aunque lo cierto es que a
nosotros, ilegales también, nos hacía un favor casi caritativo. Asistías a la
cita programada, tocabas el portero y el zumbido de la puerta te abría paso sin
que nadie preguntara. Eran pisos siempre interiores, con las ventanas siempre
cerradas y las persianas siempre bajadas, situados en planta baja o primera a
lo sumo, para evitar el trasiego por la escalera que despertara las sospechas
vecinales. Pisos vacíos en los que en cada habitación había solamente un
teléfono en el suelo y una banqueta donde sentarse. Era habitual cruzarse con
alguien que salía llorando la Distancia, o escuchar los gritos de otro que
discutía de dinero con su familia. Se pagaba al salir, por si la nostalgia y el
cariño familiar te demoraban y ocupabas más tiempo del pactado. Mi madre me
preguntaba cada vez si aquello no era peligroso y yo le mentía, inconsciente,
que estaba todo bien. Pero la cosa no siempre funcionaba. A veces, cuando llamabas para concertar la cita habitual, preguntabas por Caridad
y te contestaban secamente: “¡Eso no corre más, se acabó!”… y te colgaban sin
esperar a que reaccionaras. Esa vez tocaba pagar una llamada desde el locutorio
oficial de la Telefónica de la Gran Vía. Llamadas rápidas y caras que no podías
evitar hacer. La sangre llama. Pero sin embargo, al poco tiempo, te enterabas
de que, por suerte, Caridad volvía a funcionar. Por caridad…
Estoy
confundiendo todo, otra vez...
Esto
que cuento, estos recuerdos, no estaban en el sueño. Pero estaban en mí, dentro
del sueño. Nunca retengo los detalles. Del sueño de anoche conservo que estaba
en mi Madrid de aquella primera época; que estaba en ese piso de Alvarado y que
yo era aquel que ya no soy. Hoy soy un ciudadano “legal”, con todo lo absurdo
que ese concepto presupone. Interrumpo mi trabajo durante dos horas para comer
en un restaurante, viajo a Lisboa por placer siempre que puedo, llamo a mis padres
desde el teléfono de mi casa un par de veces por semana y mantengo el contacto
con mi gente por internet. Aquellos amigos de entonces siguen siéndolo hasta
hoy, a pesar de los caminos diversos que cada uno ha tomado.
El
sueño de anoche me devolvió la fuerza y las ganas de enfrentarme al mundo que
tenía en esos tiempos. Nos reíamos del dinero, nos jugábamos por un sueño, y
nos arriesgábamos para conseguir media hora de charla con la familia. También
me ha enfrentado con el imparable paso del tiempo: el Viejo ha muerto, yo ya no
soy el mismo, pero aquellas ganas renovadas aún pueden ayudarme para terminar
mi búsqueda”.
Que gran verdad: cómo confundimos el lugar que añoramos con la persona que eramos. Magnifico viaje en el tiempo.
ResponderEliminarGracias, Charo. ¡Y bravo por inaugurar el turno de comentarios!
ResponderEliminarNo he tardado en dar contigo: "Migraciones". Era fácil porque aunque te alejes o te ocultes, el espacio deja huellas en las personas (¿o era al revés?).
ResponderEliminarEsperaba tus cartas como se espera un remedio. Tu ausencia era fuerte, muy fuerte. No tenía teléfono en Pasteur y mamá me contaba cosas que yo no creía. Papá hablaba de salud y de trabajo.
ResponderEliminarTus cartas eran el fiel reflejo de lo que estabas viviendo, de lo que sentías, de como ibas acostumbrándote a la lejanía.
Y luego fueron los cassettes (aún los conservo). Con tu voz, tu música y ese pequeño acento que empezaba a aparecer.
Te extrañé mucho, mucho. me enojé tanto con la vida, el país, la distancia...
Aún te extraño, pero la tecnologia me engaña y me hace creer que te veo una vez por semana.
Te quiero
Graciela