28 de marzo de 2014

Tema: La belleza

Nuestro último debate giró en torno a la belleza. Leímos Maldita perfección, de Rafael Argullol, El loro de Flaubert, de Julian Barnes, y Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata.
Nos hicimos muchas preguntas. ¿Qué es lo bello? 

            ¿Qué relación hay entre lo bello y lo bueno? ¿Puede aceptarse como bello algo que consideramos malo? ¿Es bello el cuadro de Saturno devorando a sus hijos? ¿Y una corrida de toros?
Una tormenta es bella cuando se mira desde la ventana, pero ¿sigue siendo bella cuando se está a bordo de un barco de pesca?
            ¿Hay cánones universales? ¿O cambian los cánones en función de la época o de la cultura?
A veces confundimos también la belleza con el arte pero no son lo mismo ¿cómo se relacionan?
            Muchas preguntas, pero pocas respuestas para un tema como es el de la estética que parece secundario en tiempos de crisis pero ¿lo es realmente?

1 de marzo de 2014

Chavs: la demonización de la clase obrera

Pablo Gutiérrez


Consideraba E. P. Thompson, el gran teórico renovador de las ideas sobre las clases y la configuración de las sociedades industriales capitalistas, que había que prestar una particular atención a la “experiencia” de los protagonistas, y que las teorías, en especial las grandes teorías y los grandes conceptos, sólo son válidos en la medida en que ayuden a entender las vivencias, emociones, prácticas diarias, o relaciones entre las personas concretas, en su momento concreto.
Owen Jones, en su “Chavs: la demonización de la clase obrera”, prescinde por completo de las grandes teorías, y se centra en las dos caras de la experiencia de la clase trabajadora en el Reino Unido actual: cómo la clase obrera, o mejor, los integrantes de esa clase, se percibe a sí misma, cuáles son sus aspiraciones, condiciones de vida y obstáculos para su mejora, y cómo la clase dominante percibe, o quiere percibir, a esa clase trabajadora.
No se ocupa el autor de ninguna teoría sobre las clases, sino de cómo la realidad de la clase, que mantiene su plena vigencia en la realidad contemporánea, es vivida en su concreción, y en cómo las modificaciones en la realidad de la estructura económica y productiva de la sociedad han determinado que se llegue al punto actual.
Ya desde el título, el autor otorga un papel clave a la construcción de la imagen de la clase trabajadora. El texto analiza con detalle tanto esa construcción como las consecuencias que se derivan de ella: cómo para la puesta en marcha del programa de cambio de la sociedad a la que aspiraba el Partido Conservador con la llegada de Thatcher al poder se conjugan las medidas directas de ataque a la clase trabajadora (ataque al sector minero, al sector industrial, promoción del sector financiero, traslado de las cargas impositivas desde los sectores más adinerados a los menos) con los ataques a la propia condición de la clase trabajadora.
El poder insiste una y otra vez, a través de sus múltiples canales de control de los medios de comunicación, en que “las clases no existen”, “todos somos clases medias”, en que las malas condiciones de vida son estrictamente individuales, culpa de quienes se encuentran en esa situación, y que estas personas que no se han incorporado a la clase media deben “aspirar” a esa integración, abandonado su clase.
La sociedad, según estos mensajes, estaría formada por una omnipresente clase media y un grupo de inadaptados, vagos, aprovechados, incapaces, que, por sus propias características, han quedado al margen de la corriente social mayoritaria. Se sigue de esta concepción de la sociedad que no hay ninguna obligación, ni política ni ética, de tomar medidas desde el poder para mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora, ya que no existiría tal clase, y los marginados de la sociedad lo son por sus propias insuficiencias y falta de ambición.
Esta imagen, esta demonización, es la que el autor combate, eficazmente en el texto, mostrando sus mecanismos de elaboración y difusión y desmontando sus argumentos. La clase trabajadora existe, es numerosa, tiene problemas identificables, y es víctima, y no culpable, de su situación; situación que puede y debe mejorarse, para atender a las necesidades concretas de personas concretas.
No es realista supeditar la mejora de las condiciones de vida a una salida de la propia clase, sino que debe trabajarse por mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora en su conjunto, aunque sigan siendo clase trabajadora. Tras la segunda Guerra Mundial, el gobierno laborista liderado por Atlee y Bevan se centró en ese objetivo, y creó el estado de bienestar británico.
Un estado de bienestar cuya historia, con sus victorias y sus insuficiencias, es una historia globalmente de éxito. La clase trabajadora obtuvo viviendas en condiciones dignas, atención sanitaria universal, y trabajos estables con sueldos aceptables y condiciones duras, pero que proporcionan medios de vida suficientes, gracias en parte a unos sindicatos con poder en la gestión de las relaciones laborales. Los laboristas tenían un modelo social, y lo fueron poniendo en marcha, ganando la batalla de las ideas, de modo que los conservadores, cuando ganaron elecciones, debieron limitarse a administrar y gestionar, sin discutirlo, ese estado de bienestar que se fue consolidando.
En los últimos años la situación es la inversa. El modelo social representado por Thatcher acaba con el modelo social anterior, y es aceptado por los laboristas, que en su largo periodo de ejercicio de poder no sólo no revierten las medidas conservadoras, sino que, gestionándolo, profundizan en el modelo, con mejoras puntuales, pero no estructurales, para los sectores desfavorecidos.
Bajo el “Nuevo Laborismo”, la minería productiva, la manufactura industrial, las viviendas sociales, los sindicatos, los sueldos de los trabajadores, la estabilidad en el puesto de trabajo, siguen siendo objeto de ataques ininterrumpidos; la clase obrera sigue siendo demonizada, y la insistencia en que “todos somos clase media” se extiende.
El autor huye voluntariamente de generalizaciones y construcciones teóricas, analizando la situación concreta del Reino Unido en la actualidad. Sin embargo, sí ofrece una caracterización genérica de quienes considera integrantes de la clase trabajadora (quienes viven de vender su fuerza de trabajo, y tienen poco o ningún control sobre sus tareas laborales) y sobre las principales necesidades que deben atenderse.
La clase trabajadora necesita viviendas en número y condiciones adecuados; trabajos estables y bien remunerados; sindicatos con capacidad de intervención en el puesto de trabajo; educación y sanidad de calidad de acceso universal. Tales medidas son, para el autor, factibles y realistas, aunque precisan, antes de nada, de un reconocimiento de que la clase trabajadora existe, de que esos sectores sociales no son culpables de su situación y sí dignos de atención, y por tanto pensar en sus necesidades, poniéndolas dentro del debate público y político.
Para ello debe dejar de ser aceptable la ridiculización pública de la clase trabajadora, como lo es la de cualquier otro colectivo. Debe detenerse la proliferación de los estereotipos, y el conjunto de la sociedad debe empezar a ver ejemplos de clase trabajadora bajo una luz positiva.
Ambos conjuntos de actuaciones, las políticas y las periodísticas, están obstaculizadas por el hecho de que la inmensa mayoría de los políticos y periodistas proceden, en la actualidad, de sectores privilegiados de la sociedad, y no pueden, salvo con un gran esfuerzo personal, identificarse, ponerse en el lugar, entender, las preocupaciones y los motivos de actuación de la clase trabajadora.
El autor tiene como objetivo declarado volver a situar en la agenda pública la idea de clase como uno de los elementos de análisis de la realidad. Y, a pesar de algunos altibajos, argumenta convincentemente su postura. Si bien su análisis está restringido al Reino Unido, no es difícil aplicar los análisis a otros lugares. Un libro que difícilmente decepcionará a sus lectores.