28 de octubre de 2012

La tejedora de sombras, de Jorge Volpi


Siempre he querido saber qué ocurre en una sesión de terapia. A día de hoy, la mayoría de mis conocidos, aun los más cuerdos y sensatos, han pasado por las manos de algún psicólogo. He de reconocer que a veces siento algo de envidia. No puedo dejar de ver como un lujo extravagante pagar a alguien para que te escuche mientras te permites hablar y hablar sobre ti mismo. Antes mantenía, con soberbia, que era mejor tener un buen amigo o algún ser querido al que contarle tus historias. Ahora sé que no, que no hay nadie dispuesto a soportar nuestras almas desnudas y que, además, cualquier relación de amistad o de amor puede desvanecerse como el algodón de azúcar si se somete a altas temperaturas de verdad. Por eso era tan tentadora la lectura de La tejedora de sombras, de Jorge Volpi, que prometía, entre otras cosas, acercarnos a los experimentos y las vivencias de una paciente de Carl Gustav Jung.

Volpi lo tenía todo, no solo es un narrador extraordinario, sino que se había topado casualmente, rebuscando en los archivos de Harvard, con la fascinante historia de Christiana Morgan, contada por ella misma en una colección de cuadernos y diarios. Paciente y discípula de Jung, Christiana mantuvo una apasionada relación durante 40 años con Henry Murray, médico de Harvard, y según muestran sus anotaciones, trató de convertir esa relación, amparándose en las teorías del maestro, en una experiencia sublime de conjunción de las almas. Lamentablemente, con todo ese material, Volpi no ha hecho apenas anda. Lo que ha escrito no parece ni siquiera un borrador, sino un mero esbozo de la novela. Con una prosa lírica, aunque cuajada de anglicismos, que no sé si son corrientes en México o si proceden de una traducción apresurada de los cuadernos escritos en inglés o de la influencia de sus lecturas en dicha lengua, Volpi narra la historia con distancia y apresuramiento.

No nos explica nada en sus páginas sobre las teorías de Jung y me hubiera gustado que lo hiciera. No hay tampoco un retrato histórico de la época, de esa sociedad conservadora y de la pequeña burguesía progresista que viajaba a Zurich para someterse a terapia, que hablaba sobre sueños en las tertulias de salón, que descubría con estupor y avidez las alegrías y las miserias del sexo. Pero lo peor es que no hay unos personajes capaces de despertar emociones en el lector. El rostro fotografiado de Christiana, que aparece en la primera página, es lo más sugerente que encontramos de ella en todo el libro; por no hablar de Henry Murray, el hombre que enamora a Christiana y que mantiene su pasión despierta durante 40 años, y que sin embargo se nos aparece como un pelele, sin talento creador y sin personalidad alguna. Ni siquiera el final, que podría haber tenido una notable fuerza dramática, al desmontar taxativamente la ilusión que había guiado por tan tortuosos caminos la vida de ambos amantes, adquiere suficiente altura, insinuada como mero apunte, desperdiciada la oportunidad de haber creado un contraste que hubiera podido ofrecer al lector un cierto consuelo.

Lo mejor de la lectura ha sido por ello lo que no está. Conocer la existencia de Christiana me ha llevado a interesarme por las teorías de Jung, por sus conceptos del ánimus (el lado masculino de cada individuo) y el ánima (la faceta femenina), por sus arquetipos de la madre, del maná, de la sombra y muchos más y, sobre todo, por su idea fundacional del inconsciente colectivo como elemento inseparable de la persona. Jung promueve además como máximo logro de la existencia el encuentro del yo propio como unión de contrarios y fusión con ese inconsciente global que incorpora lo vivido o ideado o aprendido por todos nuestros antepasados. Quizás esté ahí la razón del experimento de Christiana, quizás se explique así la construcción del castillo y la invención del ritual de la díada. Es posible que si leyéramos el texto con la obra de Jung al lado, estudiando los dibujos de la protagonista, comparándolos con los esotéricos ensayos del profesor, pudiéramos sacarle más jugo a la historia. Pero no creo que sea esa la forma de construir una novela.

Me ha decepcionado Volpi, y más aún por las expectativas que despertó con En busca de Klingsor, el libro que obtuvo el Premio Biblioteca Breve en 1999, y que despertó la admiración de García Márquez o de Cabrera Infante, un libro precursor del interés de la literatura por la ciencia, una obra que abrió la puerta a la exploración de las minas de poesía y de filosofía que la física o las matemáticas encierran. Volpi es un gran investigador, un curioso infatigable con afán de saberlo todo y eso puede ayudarle a escribir grandes novelas, pero no es suficiente. En sus últimos libros me da la sensación, además, de que está cansado, de que quiere acabar con su estudio, hacer borrón y cuenta nueva. Me pasó algo parecido con Leer la mente, un libro erudito que podría haber sido un ensayo esencial sobre el comportamiento del cerebro frente a la ficción y su relación con el comportamiento ante la realidad, y que se quedó en una sinopsis apresurada de unas cuantas teorías.

La tejedora de sombras me ha parecido un libro a medio escribir, y  tratándose de un autor con el talento de Volpi, me parece una verdadera lástima. Siento que no se haya sentado a recrear la verdadera historia de Christiana, que no haya sido capaz de transmitirnos sus pasiones, sus inquietudes, su fuerza y su flaqueza. Estoy segura de que esta joven indagadora de sí misma, capaz de darlo todo y de exigir lo imposible, se merecía más que esto.

Reseña recomendada: La tejedora de sombras

25 de octubre de 2012

Tema: El amor



Raymond Carver, en su archifamosa colección de relatos, se preguntaba ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Eso es lo que trataremos de averiguar en nuestro próximo debate. Los libros escogidos son Amor,un sentimiento desordenado, de Richard David Prech, y La tejedora de sombras, de Jorge Volpi. El ensayo de Precht abre la puerta a muchas preguntas:

¿Qué hay de biológico en el amor? ¿Existía el amor en la Edad de Piedra? ¿Qué hay de evolucionismo darwiniano?

¿Qué papel tienen las hormonas y sus efectos?

¿Es acaso cultural nuestro amor romántico?

¿O es tan solo una ilusión proyectada por nuestro cerebro en connivencia con todo el aparato físico y químico de nuestro organismo?

¿Puede durar el enamoramiento? ¿O está inevitablemente abocado a esfumarse por ser precisamente una proyección del otro sin correlato real?

20 de octubre de 2012

Doña Oráculo, de Margaret Atwood


Doña Oráculo es la tercera novela de Margaret Atwood, escritora canadiense nacida en 1939 y galardonada con premios como el Booker Prize o el Príncipe de Asturias. La novela, escrita en 1976, nos narra en primera persona la historia de Joan Foster, una mujer marcada por una madre incapaz de quererla. La primera parte nos describe cómo llega a un pequeño pueblo italiano después de haber fingido su propia muerte en su Canadá natal. Con esta intriga sembrada, a partir de la segunda parte la autora va narrando, siempre en primera persona, la historia de esta mujer, comenzando por la infancia y terminando en el momento de su vida adulta en el que se ve forzada a desaparecer.

La autora nos muestra, en uno de los primeros episodios, a una niña que quiere bailar y que sabe hacerlo, pero que se ve apartada de las demás niñas por la sencilla razón de que su gordura no parece acorde con el traje de bailarina que le tienen preparado, una niña a la que su madre solo ve defectos y que, privada de ese amor incondicional que normalmente reciben los hijos de sus padres, no logra, a pesar de sus progresivos éxitos, convencerse de su valía. El desprecio con que su madre la trata parece ser la causa de que, alcanzada la madurez, no busque otra cosa sino la aprobación de los demás. La paradoja está, sin embargo, en que para hacerse querer debe ir ocultando sus méritos. Así ocurre con su primera pareja, ese conde anticuado que la inicia en el arte de los folletines y al que ella no se atreve a mostrar que escribe mejor, o con Arthur, ese marido progresista al que ella oculta tanto su talento como escritora de novela gótica, como ese talento más profundo que la lleva a escribir un libro de poemas objeto de las más elogiosas críticas. Si lo uno está por debajo de lo que Arthur considera digno de valor, lo otro queda por encima y, según nos muestra la novela, solo la mediocridad permite sobrevivir. Quizás el único personaje que sobresale de la tónica general, y ello gracias al desprecio que muestra por las convenciones, es el de la tía Lou, esa rebelde que no se atiene al papel de ama de casa, ni al de la mujer bella, ni al de la madre y esposa. Lou es su único asidero y es, en un acierto argumental, la salvación en un momento dado de la protagonista.

Margaret Atwood es una habilidosa narradora y consigue atrapar al lector con esa intriga despertada al inicio, con sus continuas anécdotas y enredos y, sobre todo, con su sentido del humor, que hace que todos los personajes adquieran un lado cómico y risible. Pero la autora, con su sátira de personajes mezquinos y absurdos, nos plantea más de una pregunta. A Margaret Atwood se la suele incluir en la literatura de mujeres y su obra suele analizarse desde el punto de vista de los estudios de género, pero Atwood parece querer darle la vuelta a la tortilla. Mientras las feministas luchan para que las mujeres puedan desempeñar el mismo rol que los hombres, nuestra protagonista, por el contrario, no hace sino intentar encajar en el rol de la bailarina, de la esposa sumisa, de la amante desinhibida o de la amiga fiel. Pero curiosamente, a ella, que le encantan las novelas rosas, las historias de mujeres frágiles y de malvados seductores, nadie parece dispuesto a aceptarla. La autora se sitúa por delante de las reivindicaciones feministas para mostrarnos un mundo más complejo, donde cada individuo es único y especial, pero se ve a menudo obligado a ocultarse o disimular para poder vivir en una sociedad marcada por los prejuicios.

Margaret Atwood entrelaza la historia principal con la historia que la protagonista escribe, y la longitud de estos fragmentos del folletín no está justificada por su aportación a la historia. Tampoco el final, en forma de bucle, donde terminamos de comprender por qué ha fingido su muerte y por qué ha de desaparecer, ofrece un buen cierre a la historia. Pero, en conjunto, no cabe duda de que se trata de una novela tan divertida como interesante.

Reseña recomendada: Doña Oráculo

15 de octubre de 2012

Tema: La identidad de género en el sistema capitalista


El tema de este debate lleva varias décadas en el candelero. Las luchas feministas han logrado que el rol de las mujeres se modifique y, de la mano de ellas, también los hombres, con mayores o menores reticencias, han cambiado sus costumbres. Ellas se han fortalecido, ellos se han dulcificado. Ellas trabajan y llevan pantalones. Ellos friegan los platos y cuidan de sus hijos. Si bien quedan restos de la tradición patriarcal, no hay duda de que la sociedad ha avanzado. Pero quedan aún muchas preguntas:

¿Es suficiente con seguir adelante por esa vía? ¿O existen otras posibilidades, otros géneros?

¿Deben las mujeres imitar a los hombres y los hombres a las mujeres? ¿O pueden unos y otros explorar sus propios caminos, nuevos, múltiples, intercambiables?

¿Qué define nuestra identidad sexual, o como muchos defienden, nuestra identidad de género? ¿Es la naturaleza la que determina tajantemente si se es hombre o mujer? ¿O es la cultura la que nos inserta, aunque sea a la fuerza, en uno u otro grupo?

¿Qué ocurre con aquellas personas que no se identifican con ninguno de los dos?

Y, por último, ¿qué papel desempeña el capitalismo? ¿Se beneficia de encumbrar las virtudes de los arquetipos masculino y femenino? ¿Puede forzarnos a modificar nuestros cuerpos, a someternos a tratamientos crueles solo para encajar de manera más precisa en el molde que se nos ha fabricado?

Para responder a todas estas preguntas, se han propuesto dos lecturas: Testo yonqui, de Beatriz Preciado, y Doña Oráculo, de Margaret Atwood. Invitamos a nuestros seguidores a sumarse al reto y a embarcarse en la lectura de estos libros, u otros similares, para contribuir al debate. ¿Es posible, como plantea Beatriz Preciado, llegar a construir una sociedad donde el género ya no importe?

1 de octubre de 2012

Algo crece en Madrid

Sobre Crece, visto en el Circo Price el sábado 29 de septiembre de 2012

Anochecía cuando salimos de casa. Hileras de lucecitas rojas recorrían la Avenida de América atascada. Llegábamos tarde al circo y nos pusimos nerviosos al ver que el Paseo del Prado estaba cortado. Se veía a mucha gente a lo lejos, cabezas oscuras de rasgos indistinguibles arremolinadas al fondo. Alrededor, numerosos furgones de policía con sus luces azules, como si la ciudad se encontrara ante una amenaza terrorista de dimensiones insospechables. En realidad, era solo otra tarde de manifestaciones, otra tarde de ciudadanos hastiados. El día anterior nuestro presidente había dicho, aprovechando su visita a las Naciones Unidas, la organización creada precisamente para que nunca más el autoritarismo nazi volviera a teñir de sangre la Tierra, que a él lo que le gustaba eran las mayorías silenciosas, es decir, las masas adormiladas que se despiertan para votar cada cuatro años y no cuestionan nada (como tiene que ser, al fin y al cabo, son ellos los que saben, le faltó decir). Dimos la vuelta para buscar otra forma de llegar a la Ronda de Atocha.

Nada más sentarnos, se apagaron las luces. El Circo Price tiene una sala sencilla, con butacas rojas, no muy cómodas, pero que recuerdan a las de los circos de las películas. Un grupo de chicos y chicas llenaron entonces el escenario y empezaron a parlotear y a moverse. Eran  jóvenes, venían de diferentes escuelas de circo del mundo, y se habían reunido para montar un espectáculo llamado Crece. Los números se sucedieron. Dos acróbatas que saltaban uno sobre otro y hacían cabriolas sobre el escenario; un chico metido dentro de un aro que jugaba incansable al ritmo de una romántica canción francesa; otro acróbata que nos hizo reír con los movimientos de sus pies; una contorsionista que intentaba ganarse los favores de un presunto magnate; una trapecista vertiginosa; y más acróbatas que se alzaban por cuerdas y saltaban de un mástil a otro. Cuando uno actuaba, los demás se iban a la parte de la orquesta y tocaban. Porque no solo eran artistas de circo, sino que también tocaban instrumentos, cantaban, bailaban y, a pesar de tener nacionalidades distintas, se entendían, sin duda gracias a que todos sabían inglés. Por no hablar de sus matemáticas, pues sus cálculos del tiempo y la distancia eran perfectos.
Visto desde Neptuno podía parecer un truco circense, pero eran reales, estaban ahí. Eran jóvenes y habían podido desarrollar su pulsión artística, sacar todo el partido posible de sus cuerpos ágiles y fuertes para crear un espectáculo bello y emocionante. Era evidente que cualquiera de ellos le daba cien vueltas a los políticos que administran nuestro presupuesto, a los que prefieren a los ciudadanos aborregados, a los que afirman que la cultura es entretenimiento, a los que nos ofrecen como solución convertirnos en mano de obra barata. Y así, dando vueltas y vueltas, trepaban por las cuerdas, subían a los trapecios, saltaban por los aros, y con sus tres, dos, uno, cuadraban sus cuentas con precisión meridiana y mantenían siempre el equilibrio.

Los miraba, y como las tertulectias forman ya parte de mí, pensaba en el arte convertido en producto de consumo del que hablaba Donald Kuspit, en los cuerpos atrapados por el capitalismo que según Beatriz Preciado los obliga a doblegarse para encajar en el rol establecido, siempre a costa de la insatisfacción permanente. Los comparaba con los cuerpos de los artistas que acababa de ver, de esos chicos y chicas que se dejaban llevar por su potencial de fuerza y de expresividad para saltar más alto que los otros, para perfeccionar sus movimientos hasta confundirse con la música, para relacionarse con sus compañeros a través del idealismo, de la complicidad, de la confianza.

Salí del circo después de mucho aplaudir y con pena de tener que abandonar aquel mágico espacio. La noche estaba fresca y las lucecitas blancas y rojas recorrían la Ronda de Atocha mientras una moto sin silenciador nos impedía comentar nuestras impresiones. Me pareció que todo lo que ocurría ahí fuera carecía de sentido y que al salir de aquella carpa de circo dejaba atrás el único mundo verdadero.