28 de marzo de 2012

Persuasión, de Jane Austen

«Anne es demasiado buena para mí», decía la propia Jane Austen refiriéndose a Anne Elliot, la protagonista de Persuasión. Y es cierto que Anne tiene las cualidades de una santa y que al lector le desesperan a veces su mansedumbre y su humildad. Cabe decir, sin embargo, que en ningún momento hay en la novela referencia alguna a la religión y que toda la fuerza moral de la protagonista nace de su experiencia vital y no persigue otra cosa que su propia felicidad.

El argumento gira en torno a Anne Elliot, hija de un hombre vanidoso venido a menos. Anne tiene dos hermanas, Mary, casada y con hijos, y Elizabeth, la mayor, que a pesar de su belleza sigue soltera y que es tan vanidosa como su padre. Pronto el lector se entera de que Anne estuvo enamorada a las 19 años de un joven sin fortuna, del que fue persuadida a separarse por su madrina. De ahí el título de la novela. Ocho años después, el joven Wentworth vuelve enriquecido y convertido en un respetable capitán de la Marina.

Persuasión fue escrita en 1816. El autor favorito de Jane Austen era Samuel Johnson, moralista cristiano que vivió entre 1748 y 1760 y que basaba la moralidad en la conciencia individual y en la autocrítica. Esas premisas están presentes sin duda en el personaje de Anne, que constantemente se analiza y analiza a su familia y al grupo social al que pertenece. Frente a la vanidad y la hipocresía que la autora denuncia, Anne contrapone los valores de la humildad, la resignación, la paciencia, la utilidad y los afectos desinteresados. Cabe decir que los tres primeros son valores que no disfrutan hoy de buena fama y hay razones para ello. En cuanto a los dos últimos los damos ya por sentados, por que lo que han perdido también su novedad.

Al leer Persuasión, 200 años después de que fuera escrita, nos sumergimos en ese mundo edulcorado y gris de la burguesía inglesa de provincias y concretamente en el mundo femenino porque, mientras ellos viajan, luchan en distintas guerras o se ocupan de los negocios, la vida de ellas discurre entre la preparación para una boda conveniente, el cuidado de los hijos, y la búsqueda luego de parejas convenientes para ellos. Y es ahí donde Anne Elliot destaca como heroína y, aunque al lector moderno nos pueda parecer que es una mujer pasiva que en ningún momento se enfrenta a nadie ni a nada, percibimos en ella una lucha interior, una independencia moral que le permite liberarse de ese yugo del matrimonio y buscar la felicidad en el trabajo, en la lectura y en la amistad sincera. Si bien es cierto que acaba casándose con el capitán Wentworth, la realidad es que Anne no sufre por él ni está dispuesta a cualquier cosa, sino que se mantiene cauta y está preparada tanto para aceptarlo como para perderlo para siempre. Hoy nos puede parecer que esa vía de libertad que Jane Austen abrió para las mujeres es excesivamente pacata y está lejos de las luchas feministas posteriores y, sin embargo, fue probablemente un primer paso fundamental en el camino hacia la igualdad.

Pero más allá de esas enseñanzas morales y del conocimiento de una época, quizás el aspecto más reseñable para el lector del siglo XXI está en la forma en que Jane Austen nos transmite su mensaje. Es probable que si los personajes disertaran sobre las bondades del trabajo o de la sinceridad, el exceso de moralina resultara insoportable. Por eso Jane Austen es una pionera, porque apenas pone en boca en Anne ni de ningún otro personaje sus enseñanzas sino que, en la mayoría de los casos, hace que sean los propios personajes los que se retraten a partir de sus palabras. Y ahí, Persuasión se convierte en una novela distinta a las demás obras de la autora y al resto de novelas de esa época o posteriores. Uno tiene la impresión de que la autora se paseara por ahí con una grabadora (si es que hubiera habido grabadoras en esa época) y se dedicase a registrar palabra por palabra las conversaciones de sus contemporáneos. Y es así como se obtiene un retrato crudo de la hipocresía y la banalidad imperantes, es así como uno llega a valorar la independencia de criterio de Anne. Cabe decir, por otra parte, que apenas hay diálogos entre Anne y el capitán Wentworth y que la declaración final se hace por carta. Parece como si en esta ocasión la autora hubiera optado por prescindir del diálogo como elemento narrativo y aprovecharlo al máximo como herramienta para el retrato social. Y de algún modo uno siente que en esta obra tardía de Jane Austen (que moriría soltera un año después), el amor romántico ya no le interesara demasiado y que si está ahí es para agradar a sus lectoras, aunque fueran otros a esas alturas sus intereses.

Cabe decir que Persuasión no es hoy una lectura especialmente amena. Sin embargo, Harold Bloom, en El canon occidental, la incluye entre las mejores obras literarias de la historia. Quizá sea porque el retrato de la mentalidad de la época es inmejorable, o quizá porque la contención y la sutileza de la protagonista hacen de la novela una obra única que, 200 años después, podemos aún admirar.
Maite Fernández

25 de marzo de 2012

La mancha humana, de Philip Roth

La mancha humana es una construcción narrativa tan compleja, sutil y colmada de sensibilidad que difícilmente puede etiquetarse. Su temática abarcaría transversalmente, además de otras muchas, casi todas las cuestiones que hemos abordado hasta ahora en el blog. Lo relacionamos con la desinformación porque se asienta en tres grandes falsedades. El motivo que desencadena la trama no es más que una anécdota banal que ocurre en un aula universitaria y al que interpretaciones interesadas atribuyen una intención racista. Con el tiempo, el malentendido se convierte en una bola de nieve que va acumulando deseos no confesados, viejas rencillas y conflictos sin resolver de un sector del campus y que acaban convirtiendo al profesor Coleman Silk en repentino chivo expiatorio.

Avanzada ya la novela, se informa al lector de que a esta distorsión inicial se superpone una gran mentira previa y, por tanto, nada de lo que hemos leído hasta el momento es cierto del todo. Mientras tanto, el pequeño copo rodante se ha convertido en una mole capaz de avasallar carreras profesionales, sentimientos y hasta vidas.

Philip Roth va desentrañando todos los resquicios de la personalidad de Coleman. Su juventud, esfuerzos, triunfos y derrotas, sentimientos, inseguridades y hasta el menor detalle de su pasado. Descubrimos así que su ambición no siempre se centró en lo intelectual, que, desde la adolescencia, a su natural despierto le acompañaba una destreza y una fortaleza física poco corrientes. Asistimos a la vida cotidiana de aquellos primeros años, conocemos a cada miembro de la familia, se nos muestra cómo se disolvieron sus primeros amores y cómo encontró la estabilidad. Cada una de estas circunstancias – sobre todo el hecho de la paternidad –, tan comunes a primera vista, se hallan vinculadas dramáticamente con el gran secreto que Coleman guardará hasta el último momento.

Todo queda atado y bien atado, tanto en la trama como en el propio artefacto novelesco. De tal forma que la acción, con sus imprevisibles vericuetos, nos arrastra hasta el desenlace vertiginosamente. La voz del narrador omnisciente se convierte en paisaje, personas, sucesos. Pocas veces un lector se ha sentido tan inmerso en la trama, dejamos de leer para vivir con Coleman y el resto de personajes, inolvidables casi todos, a quienes conocemos a través de palabras y actos porque están hechos de carne, huesos y alma. Empezando por el circunspecto Coleman, tan fuerte y tan vulnerable a la vez, un Coleman capaz de renunciar a todo para no tener que privarse de nada. Pero en esas páginas respiran también Iris Silk, su dinámica esposa, la intrigante Delphine Roux – única que se aproxima a la caricatura, pues lo que Roth pretende es ponerla en ridículo –, la serena Ernestine, cuya providencial aparición aporta algo de paz al atormentado espíritu de Nathan Zuckerman. Este testigo ocasional presenció o le fue relatada una parte de los hechos, luego su fantasía ha completado las lagunas convirtiéndole así en omnisciente. Sin olvidar a la extraña pareja formada por Faunia (cuya compañía consigue transformar finalmente al inamovible Coleman) y Les Farley, un tándem que acabará dando la nueva y definitiva vuelta de tuerca.

Precisamente, la última de esas tres grandes mentiras sale adelante gracias a la astucia de un ser tan mezquino como Les Farley y a la tendencia de los charlatanes a simplificar para resolver lo inexplicable rápidamente. Con el tiempo los muertos se olvidan y, si en lugar de un accidente queda un asesino suelto, no hay motivo de escándalo siempre que la comunidad no corra ningún peligro.

Cualquier alteración de la verdad se produce para beneficiar ciertos intereses pero no se propaga si no encuentra el clima adecuado. Quizá nada de esto (la calumnia, la muerte de Iris, el enfado y la amargura de Coleman, su decisión de dimitir) hubiese ocurrido sin un caldo de cultivo ambiental como el que provocó el proceso a Bill Clinton por su aventura con Lewinsky, y que sumió al país entero en una ola de puritanismo.

Como telón de fondo, la literatura, ese territorio donde se han gestado los mitos que nos definen. Coleman enseña a sus alumnos que muchas de las grandes epopeyas tuvieron su origen en un hecho trivial, lo que constituye a la vez un guiño al lector y una reflexión sobre el rol del azar en los acontecimientos, del extraño mecanismo que encadena unos hechos con otros dando lugar a las más inesperadas consecuencias. Y, para que el conjunto sea aún más perfecto, contamos con una traducción que hace honor al original, tanto en fidelidad y exactitud como en estilo y corrección idiomática.

19 de marzo de 2012

Tema: RAZÓN Y EMOCIÓN


¿Puede alguien implicarse en la defensa de una causa solo por estar clasificada como buena? ¿Es posible oponerse durante mucho tiempo al deseo de hacer algo solo porque está prohibido?  Seguramente no, porque son las emociones las que nos mueve a actuar. Pero si aceptamos esto, que son  las pasiones las que  rigen nuestro comportamiento ¿esto no es  determinista? ¿No puede  conducirnos hacia un individualismo extremo, hacia una sociedad sin orden? ¿O es que nuestras  pasiones se pueden controlar? 

Victoria Camps dice que las emociones se construyen socialmente y habla de la necesidad de una educación emocional. De eso se encarga la ética, de gobernar las emociones. ”Para hacer el bien no solo hay que conocerlo, hay que desearlo; no basta conocer el mal, hay que despreciarlo”. Los sentimientos  no son buenos o malos sino que depende de la causa que los genera. ¿Hay que eliminar el odio o conviene sentirlo ante lo éticamente  inaceptable? ¿Es interesante para una sociedad eliminar el miedo? ¿Tiene alguna utilidad social la vergüenza?

Para abordar este tema, el del binomio razón-emoción, hemos elegido dos libros: El gobierno de las emociones de Victoria Camps y  Persuasión de Jane Austen. De momento, se abre el debate virtual.
Ch S

14 de marzo de 2012

Tema: MIGRACIONES


Intento recordar la tertulia sobre migraciones que mantuvimos a partir de los libros de Jhumpa Lahiri y de Sartori (Tierra desacostumbrada y La sociedad multiétnica).
Fue una tarde intensa, llena de ejemplos en el debate porque en este tema, como en muchos otros, las abstracciones teóricas y los argumentos políticos, suelen olvidarse de que detrás de cada historia de migración hay una persona que sufre, o que arriesga, o que huye y que siempre desafía su destino.
Hablamos de la integración a partir de la pertinencia o no del velo, el niqab o el burka y la paradójica tolerancia del hábito católico.
Intentamos comprender algunas pautas culturales pero fuimos incapaces de encontrarle un camino no represivo a otras.
Comentamos las pretensiosas "categorías" que algunos se permiten establecer, a partir del mayor o menor poder económico o nivel cultural del inmigrante.
Y hablamos de experiencias.
Algunos contaron historias cercanas, de gente que conocen, de compañeros, de amigos, y otros contaron su propia experiencia de exilio o de emigración.
Como han pasado algunos meses de esa charla no puedo reflejar todos las opiniones y ponencias pero sí recuerdo esos dos aspectos: los ejemplos concretos y las experiencias vividas. Y creo que merece la pena señalar lo acertado de ese enfoque, siempre pendiente de los individuos afectados. Es por esto que me permito transcribir un texto sobre una experiencia migratoria que forma parte de una novela inédita de alguien que conozco. No es una experiencia excepcional ni épica. No habla de pateras ni de centros de reclusión. Pero, tal vez por el contrario, porque cuenta solo una historia más, pueda transmitir en pequeños trazos la singularidad que supone todo cambio y el desafío que enfrenta aquel que emigra.

“Anoche soñé que volvía a Madrid. Hace doce años que dejé Buenos Aires y en todo este tiempo nunca he dejado aquella por más de tres semanas. Volver a Buenos Aires ya no es volver, es ir. Madrid es mi lugar, aquí está mi vida. Pero anoche soñé que volvía a otro Madrid, a un Madrid mío y ya pasado que no podría recuperar aunque quisiera: mi primer Madrid, el Madrid de mi llegada. O sea que anoche soñé que volvía a llegar a Madrid…
No estoy siendo claro.
Soñé que volvía a aquella ciudad que me recibió con los brazos abiertos y las pelas escasas. Ese Madrid de los primeros noventa al que llegué después de un par de meses viajando por Europa con Inter-Rail, durmiendo en albergues o en los propios trenes y visitando, mochila al hombro, los lugares que habíamos conocido estudiando o escuchando a los abuelos. Esa Europa fascinante a la que nos mintieron que pertenecíamos por historia y derecho y de la que tan lejos nos veíamos al recorrerla.
Pero vuelvo a mi sueño.
Soñé que estaba otra vez en aquel piso compartido por Cuatro Caminos, cerca de la estación del metro Alvarado, donde convivíamos cinco amigos argentinos llegados por los motivos más diversos, todos “ilegales-sin-papeles” que trabajábamos por horas, unos en despachos profesionales afines a nuestros estudios, o en el telemarketing que acababa de iniciarse y otro intentando entrar en el mundo del deporte. En aquel piso de Alvarado éramos como cinco náufragos. Nos organizábamos por tareas de adjudicación rotatoria, con horarios programados y compras en hipermercados de a 2 x 1. De lunes a viernes se comía en casa ya que las absurdas dos horas que “se toman los gallegos para comer” nos permitían, abono-transporte mediante, volver a mediodía y ahorrarnos el tener que pagar un restaurante. Se cenaba también en casa y siempre se seguía el estricto menú que nuestra economía nos permitía, reciclando las sobras, estirando los víveres. Los miércoles comíamos pollo, por lo tanto los jueves se hacía un caldo con la carcasa y, ante la peregrina sorpresa de que hubiera sobrado algo de carne, se aprovechaban esos restos en una salsa para espaguetis que pomposamente llamábamos “Principe di Napoli” (pronúnciese “prínCHipe”…como decía nuestro chef). ¡Bocatto di cardinale! Esta lógica gastronómica nos facilitaba las previsiones de gastos y hacía menos incierta la cotidiana tarea de contar los duros que nos quedaban para llegar a fin de mes.
Aquellas cenas albergaban también el momento de organizar las tareas domésticas, de contarnos las anécdotas laborales o los hallazgos que cada uno aportaba de aquello que nos ofrecía esa ciudad que descubríamos día a día y entre todos. Madrid era un desafío y teníamos que apoyarnos uno en el otro cada vez que alguno tropezaba o era invadido por la tan porteña nostalgia. Y era en esas cenas cuando nuestro compañero deportista nos contaba regularmente cómo había vuelto a pararlo la policía en la calle para pedirle el pasaporte de malas maneras. A los demás nunca nos pasó pero, claro, él era el único de los cinco con rasgos “latinoamericanos”, en el infame sentido policial del término. En esos momentos había que juntar fuerzas para apuntalar al golpeado y hacerlo desistir de la tentación de abandonar y volverse a casa. En síntesis: cenas de familia.
Europa aún tenía fronteras físicas (las otras existirán siempre) y cada tres meses estábamos obligados a salir de España en un viaje de turismo forzoso que nos permitiera conseguir el sello en el pasaporte que renovara la visa de turista por otro escaso período. Portugal y Marruecos eran los destinos habituales pero, más allá de buscar la forma más barata y rápida de salir, había que asegurarse, contra viento y marea, que la frontera elegida nos garantizara el preciado sello administrativo en el pasaporte al volver. Las fronteras con Francia eran un riesgo que no podía correrse ya que la mitad de las veces dejaban pasar los coches sin pararlos o, aunque subían al autobús revisando pasaportes, los putos gendarmes se dejaban el sello en la garita. ¡Cabrones! Aquellos viajes no eran de placer pero conseguíamos disfrutar de ellos a pesar del sentimiento de pertenencia vulnerado y la sensación de estar escapando de algo. Por suerte existe Portugal, cercano, tierno y acogedor. Maravillosa Lisboa.
En aquellos primeros meses, Madrid era para mí un conjunto desarmado de sitios que aparecían milagrosamente al salir de una boca del metro. Un gran rompecabezas incompleto cuyas piezas se unían por una línea de trazos subterráneos. Qué pasaba entre Cuatro Caminos y Tribunal, era tan misterioso como lo que habría entre Bagdad y Ulán Bator. El puzle se fue completando a medida que mi vida se fue haciendo a la ciudad.
A pesar haberme instalado en pocas semanas, trabajando e incorporado a una nueva rutina, tardé muchos meses, tal vez un par de años, en comprarme un libro o unos zapatos sin pensar automáticamente lo que abultarían en la valija o cuánto aumentarían el peso permitido en un hipotético vuelo de retorno.
La presencia de la familia se hacía más necesaria de lo que habría supuesto antes de mi viaje. El correo no daba sensación de inmediatez, de cercanía, y llamar por teléfono, en esos tiempos, era carísimo. Pero una vez metido en la realidad del exilio no dudé en recuperar el contacto mediante llamadas quincenales desde un locutorio clandestino. Hoy parece un absurdo pero en aquella época se leía cada pocos días en el periódico que se había desarticulado otro locutorio clandestino en un piso de Madrid o Barcelona. Escondidos y sórdidos, esos locutorios eran la única manera que teníamos de sentirnos cerca de nuestra gente. El procedimiento, aunque patético, no dejaba de tener algo de película. Para concertar una cita en aquel locutorio, al que solía asistir, había que llamar a un número de teléfono y preguntar por Caridad. Una voz masculina preguntaba cuándo querías asistir, cuánto tiempo ocuparías y si sabías dónde estaban “ahora”, porque el locutorio cambiaba de domicilio regularmente y cada cuatro o seis semanas alguien te pasaba el nuevo teléfono de contacto de Caridad. Caridad, un nombre irónico para una actividad ilegal. Aunque lo cierto es que a nosotros, ilegales también, nos hacía un favor casi caritativo. Asistías a la cita programada, tocabas el portero y el zumbido de la puerta te abría paso sin que nadie preguntara. Eran pisos siempre interiores, con las ventanas siempre cerradas y las persianas siempre bajadas, situados en planta baja o primera a lo sumo, para evitar el trasiego por la escalera que despertara las sospechas vecinales. Pisos vacíos en los que en cada habitación había solamente un teléfono en el suelo y una banqueta donde sentarse. Era habitual cruzarse con alguien que salía llorando la Distancia, o escuchar los gritos de otro que discutía de dinero con su familia. Se pagaba al salir, por si la nostalgia y el cariño familiar te demoraban y ocupabas más tiempo del pactado. Mi madre me preguntaba cada vez si aquello no era peligroso y yo le mentía, inconsciente, que estaba todo bien. Pero la cosa no siempre funcionaba. A veces, cuando llamabas para concertar la cita habitual, preguntabas por Caridad y te contestaban secamente: “¡Eso no corre más, se acabó!”… y te colgaban sin esperar a que reaccionaras. Esa vez tocaba pagar una llamada desde el locutorio oficial de la Telefónica de la Gran Vía. Llamadas rápidas y caras que no podías evitar hacer. La sangre llama. Pero sin embargo, al poco tiempo, te enterabas de que, por suerte, Caridad volvía a funcionar. Por caridad…
Estoy confundiendo todo, otra vez...
Esto que cuento, estos recuerdos, no estaban en el sueño. Pero estaban en mí, dentro del sueño. Nunca retengo los detalles. Del sueño de anoche conservo que estaba en mi Madrid de aquella primera época; que estaba en ese piso de Alvarado y que yo era aquel que ya no soy. Hoy soy un ciudadano “legal”, con todo lo absurdo que ese concepto presupone. Interrumpo mi trabajo durante dos horas para comer en un restaurante, viajo a Lisboa por placer siempre que puedo, llamo a mis padres desde el teléfono de mi casa un par de veces por semana y mantengo el contacto con mi gente por internet. Aquellos amigos de entonces siguen siéndolo hasta hoy, a pesar de los caminos diversos que cada uno ha tomado.
El sueño de anoche me devolvió la fuerza y las ganas de enfrentarme al mundo que tenía en esos tiempos. Nos reíamos del dinero, nos jugábamos por un sueño, y nos arriesgábamos para conseguir media hora de charla con la familia. También me ha enfrentado con el imparable paso del tiempo: el Viejo ha muerto, yo ya no soy el mismo, pero aquellas ganas renovadas aún pueden ayudarme para terminar mi búsqueda”.

13 de marzo de 2012

On bullshit (Sobre la manipulación de la verdad) y Sobre la verdad, de Harry G. Frankfurt

Comienzo aclarando que el formato de estos dos volúmenes es mucho menor de lo habitual. Ambos se pueden cubrir con la palma de la mano, la letra es bastante grande, se emplean márgenes amplísimos. Con ello se consigue que las páginas no lleguen a contener ni 100 palabras. Aún así, el texto del primero no ocupa más que unas 70 páginas y el del segundo unas 120. La consecuencia es que, si se llegasen a editar con las dimensiones habituales, el conjunto tendría más aspecto de folleto que de libro.

Esta vez, el grupo eligió dos lecturas que se preguntasen sobre la desinformación y, más en concreto, sobre las difusas fronteras de la verdad. Aunque no íbamos a comentar más que el primero, decidí leer la continuación por mi cuenta. No porque me hubiese parecido corto, todo lo contrario: quería saber si Frankfurt era capaz de remontar esta segunda vez. No me parecía demasiado difícil teniendo en cuenta el nivel en que había dejado el listón.


Tuve que poner mucho empeño para seguir leyendo más de lo mismo. On bullshit (Sobre la manipulación de la verdad) había acabado agotándome tanto como podría hacerlo una entrada de diccionario que ocupase dos o tres decenas de páginas. Porque el primer libro no es más que eso: se limita a definir el término que le da título (traducido aquí como charlatanería), a señalar fronteras significativas, posibles sinónimos y semejanzas/diferencias con otros términos afines (falsedad, paparrucha, disparate, faramalla, chorrada, fantasmada, patraña, impostura y hasta excremento). Esperaba un enfoque más sociológico, reflexiones personales del autor y no los encontré. Cuando parece que por fin va a entrar en materia, como en los párrafos en que se nombra a Wittgenstein no puede resultar más decepcionante. Sólo con citar alguna frase conocida del filósofo, el contenido se hubiera elevado por encima de sí mismo, pero se contenta con relatar una anécdota sacada de contexto para concluir con la obviedad de que un discurso poco elaborado no resulta atractivo y produce mala impresión. ¡Naturalmente! Y poner banalidades en boca de los maestros para concluir con una tautología, como él hace, tampoco parece muy ortodoxo. En realidad, todo lo escrito sobre la charlatanería no es más que un ejemplo de ella. Sólo en las tres o cuatro últimas páginas encuentro alguna afirmación destacable. Si éste fuese el principio y no el final, puede que el ensayo hubiera podido salvarse. Por eso me decidí a leer el segundo.

El planteamiento de Sobre la verdad (On truth) es un poco más ambicioso. Defiende que la verdad tiene existencia objetiva, que no depende de las circunstancias, como se ha pretendido a veces, e intenta averiguar el motivo que la convierte en recomendable. Su conclusiones son: que suele resultar útil, que nos categoriza como seres racionales, facilita las relaciones sociales – aunque no las obstaculice tanto como afirmaban Kant y Montaigne –, que nos aleja del mundo real expulsándonos al de la ilusión, impone la voluntad del mentiroso, bloquea nuestro pensamiento lógico, difumina los límites de la identidad de cada uno y, como seres humanos, nos ofende.

Si bien es algo más interesante que el libro anterior, más anclado en la realidad y, sobre todo, más cercano a lo que se considera un discurso filosófico, tampoco puede decirse que profundice demasiado. Además, no es sistemático en absoluto, la mayor parte de sus conclusiones son conocidas por todos, no aporta más que ejemplos banales y utiliza toda clase de técnicas para rellenar espacio, como redundancias, sinónimos, perífrasis y párrafos sin apenas contenido (lo que vulgarmente llamamos meter paja). Pero, incluso si nos conformamos con un enfoque tan superficial como el suyo, es tremendamente incompleto. Entre los que nombra se echan de menos otros muchos aspectos que deberían considerarse.

Resumiendo, un producto mediocre, trivial y absolutamente prescindible.

12 de marzo de 2012

Los buenos deseos. Yiyun Li.

Título original: A Thousand years of good prayers.
Traducción: Laura Martín de Dios.
Debolsillo. Febrero 2010.

Los cuentos de Yiyun Li son profundamente sensibles, descarnadamente intensos, sutilmente tiernos y siempre políticos. La tradición también es política. Las rígidas normas ancestrales son un capítulo más en las infinitas reglas que padecen los personajes. Políticas son las causas de sus historias y las consecuencias sobre la gente. Pero la política no se presenta en forma de discurso o proclama sino como un velo brumoso que tiñe y filtra las vidas de las personas a las que rige. La política y las tradiciones se confunden. El sometimiento a un régimen mutante, que cambia sus dogmas y que hoy permite lo que ayer condenaba, genera desasosiego, angustia, tristeza pero también despierta los infinitos recursos que el hombre-individuo puede oponer al hombre-masa. Todos padecen la represión pero todos encuentran sus pequeñas o grandes formas de intentar escabullirse. Y a veces hasta lo consiguen.

La Abuela Lin (una “abuela” de cincuenta y un años), ahora sin trabajo, se ve forzada a casarse con un anciano con Alzheimer que ni siquiera sabe quién es ella, para ejercer de cuidadora, limpiadora, cocinera…
Ser viuda a los dieciocho años puede estigmatizar a una mujer (“aunque el dictador ha dicho que los hombres y las mujeres son iguales en nuestra nación, seguimos creyendo que una viuda que desea otro marido es en el fondo una fulana”) pero su hijo tiene la misma cara que Mao y eso puede suponer un salvoconducto frente a la intolerancia que la rodea.  O una condena.
Han es homosexual y vive en San Francisco. Mientras vuela hacia Pekin supone que su madre le espera con un álbum de fotografías de chicas casaderas que ha buscado para él. Pero su madre ha cambiado. Ahora es tan ferviente católica como antes era comunista. La Biblia y el Libro Rojo de Mao sin solución de continuidad.
Un anciano que visita a su hija en Estados Unidos da paseos por un parque y traba amistad con una mujer iraní. El inglés de ambos es casi inexistente. Ella habla persa. El habla chino. Casi se entienden.

El lenguaje de Yiyun Li es poderoso. Detrás de la fragilidad y la sutileza de sus historias se descargan sentencias lapidarias que nos obligan, a veces violentamente, a no olvidar el escenario y las circunstancias en que las historias se desarrollan. Teje una prosa de detalles, no tanto físicos, sino atmosféricos, emocionales, en los que los sentimientos de los personajes, casi siempre ocultos en lo más profundo de ellos mismos, se nos hacen visibles a nosotros, espectadores privilegiados.

“Ser hija es muy complicado, un cargo al que no se puede renunciar”.
“No hace falta ser malo para que te maten”.
“Solo los cerdos y los perros tiene más de un hijo”.
 “A tu padre lo mataron las palabras”.

Los personajes de estos cuentos puede que no sean felices. Puede que sus vidas no sean las que desearían. Pero ante unas circunstancias casi siempre desmesuradas consiguen construir un camino, duro muchas veces, incierto y difícil otras, pero que nos hace saber que siempre hay una forma de seguir y que ser conscientes de las cartas que te han tocado en la partida hace que, más temprano que tarde, armes un juego que te permita apostar y tener esperanza, por una vez, en no perder.
Una lectura deliciosa.

La sociedad multiétnica, de Giovanni Sartori

El objetivo principal del ensayo de Sartori es desmontar el mito de la sociedad multiétnica para sustituirlo por el ideal humanista del pluralismo.
Sartori se pregunta cómo de abierta ha de ser una sociedad y rechaza la noción posmoderna de dar cabida a cualquier tipo de ideología o comportamiento. La visión de Sartori de cómo ha de ser la integración del extranjero se basa en el ideal del pluralismo basado en el debate, el disentimiento y el respeto, con miras a alcanzar, entre todos, un consenso. No se trata, según él, de aceptar un «todo vale» basado en el relativismo actual que considera que la verdad absoluta no existe y que cada uno tiene sus razones. Sartori exige ir más allá y, si bien es imposible alcanzar una verdad absoluta, tratar en todos los casos de encontrar la verdad más consensuada. La adscripción del ciudadano a una u otra norma, por otro lado, no debe basarse en su pertenencia a determinado grupo, sino en su elección individual y voluntaria y en la posibilidad por optar por «afiliaciones múltiples».
Las claves de la convivencia con los extranjeros son, para el autor, las mismas que las que rigen para los nacionales: exponer las razones cuando algo se califica de intolerable, impedir que se haga daño y exigir reciprocidad.  Esta última condición es básica para Sartori. Si el país receptor reconoce los derechos del inmigrante, este, con más razón aún, debe reconocer los derechos del país de acogida a mantener sus normas sociales. Sartori, además, se opone al establecimiento de una ciudadanía diferenciada y critica duramente las políticas de discriminación positiva que otorgan a determinados grupos de ciudadanos privilegios que no tienen los demás, ya que ello puede tener consecuencias perversas para la sociedad en su conjunto.
La propuesta de Sartori es sin duda valiente, porque se enfrenta a la corrección política y a las modas imperantes. Pero, para protegerse frente al riesgo que corre de que se le tache de racista, el autor, en la primera parte, justifica detalladamente sus ideas.  
No ocurre así en la segunda parte, sin embargo, en la que que ofrece argumentos más subjetivos y establece distinciones cuestionables entre las diferencias culturales existentes. Así, por ejemplo, considera «extrañezas insalvables» las de la religión y la raza. Lo de la raza no tiene ningún sentido, en primer lugar porque biológicamente no existen razas, en segundo lugar, porque cada vez son más las combinaciones y, por último, porque precisamente la raza no tiene repercusión alguna en el modelo de sociedad. Respecto a la religión, olvida, por ejemplo, que en Europa y en los Estados Unidos las religiones llevan siglos conviviendo y que incluso en la más moderna sociedad occidental, cristianos y ateos pactan todos los días sus normas de convivencia. Cuestionable es también que la lengua y las costumbres sean menos importantes cuando son a menudo los problemas de comunicación y los hábitos de la vida hogareña y familiar los que más problemas de convivencia causan.

Por último, cabe decir que hay un eco amenazante en el libro de Sartori, un matiz de choque de civilizaciones que parece exagerado e incluso peligroso. Una de cal, y una de arena, por lo tanto, en un ensayo arriesgado que incita, sin lugar a dudas, a la reflexión.
Maite Fernández

10 de marzo de 2012

Tierra desacostumbrada, de Jhumpa Lahiri

 «La naturaleza humana no florecerá, como tampoco una patata, si se planta y replanta, durante una serie demasiado larga de generaciones, en el mismo suelo agotado. Mis hijos han nacido en lugares diferentes y, mientras de mí dependa su suerte, echarán raíces en tierra desacostumbrada.» Nathaniel Hawthorne.

Es bien sabido que la tradición y la familia pueden mermar el crecimiento del individuo, mientras que la novedad y la independencia ayudan al ser humano a abrir los ojos y alzar el vuelo, pero no sin pagar un precio. Los personajes de Tierra desacostumbrada se mueven entre esos dos polos, el de la cultura india, con sus tradiciones ancestrales, su gastronomía, su indumentaria, sus matrimonios concertados y la obligación tácita de ayudarse mutuamente, y el de la cultura americana, con su independencia, su libertad amorosa y sexual y su individualismo de “sálvese quien pueda”. Y entre esos dos polos, y a pesar de que la cita inicial invita a romper la fuerza de la costumbre y a reinventarse, encontramos en los relatos de Lahiri cierta nostalgia por un mundo perdido, un vaivén emocional entre el deseo de libertad y la añoranza de una forma de vida sólida y estable.

En el primer relato, ”Tierra desacostumbrada”, una mujer espera con preocupación la visita de su padre, viudo desde hace pocos años. Ella acaba de mudarse a una casa grande, con suficiente espacio como para que su padre se traslade a vivir con ella, pero teme ese momento. Su marido no opone ningún rechazo, deja en sus manos la decisión, y ella vacila entre la obligación que cree tener de cuidar a su padre y las expectativas de libertad con las que ha crecido. Y sin embargo, cuando por fin el padre llega, las cosas son de otro modo.

Situaciones similares se repiten en los demás relatos. Hombres y mujeres a caballo entre la India y los Estados Unidos, desilusionados al  no ver cumplidas las expectativas que la sociedad occidental despierta. Espejismos que en un momento u otro se revelan como tales. En cada narración una trama soterrada acaba imponiéndose sobre la más superficial, invirtiendo los términos.

El último relato es más largo, está narrado en dos voces y en distintos espacios geográficos y temporales. Aquí el personaje de él nos habla del desarraigo, de su empeño en huir de los lazos afectivos, de su vida nómada. El de ella, al contrario, de su fracaso sentimental y de su voluntad de aceptar un matrimonio concertado antes de que sea demasiado tarde. Pero tanto el uno como el otro acaban por desear precisamente lo contrario de lo que han elegido.

Lahiri, una vez tras otra, da una vuelta de tuerca a sus relatos, a veces incluso más de una. Su prosa es desnuda y minuciosa, sus detalles, nimios y cotidianos, tremendamente sugerentes: el sobre de té, las mesas apiladas, los papeles de notas junto al teléfono, las fotografías, asumen funciones casi tan estructurales como la propia trama. Si la trama son los pilares, los detalles son los ladrillos.

Sin embargo, a pesar del detallismo minucioso de Lahiri, no me atrevería a calificar sus cuentos de realistas. Más bien me recuerdan a esos cuadros de Edward Hopper, a ese realismo profuso y a la vez minimalista. Los detalles, seleccionados cuidadosamente, se recortan claramente sobre un fondo limpio, nítido, destacándose y acentuando la sensación de vacío y de soledad que los rodea. Los personajes no acaban de ser seres de carne y hueso, sino más bien sujetos emocionales y los entornos en que viven, más que  lugares reales, son abstracciones de modelos de pensamiento.

Lahiri tiene, además, una capacidad extraordinaria para esparcir sombras por sus relatos, huecos oscuros donde presentimos que se esconde algo y que, sin que nos demos apenas cuenta, nos desasosiegan. Percibimos en todos los relatos un tono triste, melancólico, un anhelo frustrado que se une a la añoranza de un mundo prefijado en el que uno no cabía hacerse muchas ilusiones. En un mundo nuevo, donde nada viene dado, las puertas que se abren son infinitas, pero es ahí donde el individuo asume toda la responsabilidad y en cada paso que da se encuentra con la duda, con la culpa, con el fracaso y, por encima de todo, con la terrible certeza de estar solo.

Maite Fernández

6 de marzo de 2012

Tema: LA MEMORIA

El último tema tratado fue la memoria, para lo cual leímos Primera memoria, de Ana María Matute, Los siete pecados de la memoria, de Daniel Schacter, y Eres tu memoria, de Luis Rojas Marcos. Descubrimos muchas cosas sobre la memoria, la mayoría evidentes y no por ello menos desconocidas. Nos reconfortamos al saber que nuestros bloqueos y distracciones nada tienen que ver con el Alzheimer y nos reconciliamos con nuestra memoria al descubrir que todas sus imperfecciones no son en el fondo más que mecanismos de supervivencia y que contribuyen a que nuestro cerebro trabaje de forma óptima.
La novela despertó opiniones diversas. Para unos, la prosa era excesivamente prolífica y empachosa, para otros, la novela  abría demasiados frentes que no acababa de cerrar, para otros, era perfecta.
La lectura de ambos libros me ha hecho pensar también en la narración literaria de la memoria. La novela de Ana María Matute simula ser una biografía parcial de la protagonista, Matia, que narra ese tiempo que pasó en la isla con su abuela y ese momento en que perdió para siempre la inocencia. Y el rasgo de la memoria que permea la obra es claramente el del sesgo, ya que Matia no recuerda todos y cada uno de los hechos ocurridos en esa época, sino únicamente aquellos que le permiten llegar a donde quiere, aquellos que le permiten justificar su traición, su cobardía, tal vez reconciliarse con ellas.
Me pregunto si no hay demasiados diálogos en la narración. Si bien, al recordar, uno puede tratar de describir detalladamente la imagen que acude a la mente, parece casi imposible que uno pueda recordar una conversación, más allá de determinada frase que, por alguna razón, se haya grabado para siempre en la memoria. En cambio, los paréntesis que introduce Matute cada cierto tiempo, en los que comenta desde la perspectiva del presente sus recuerdos de infancia, confieren a la novela verosimilitud y nos acercan al personaje. No cabe hablar de distracciones o bloqueos, ni tampoco de atribución errónea puesto que todo es, que yo sepa, pura ficción. Tampoco de sugestionabilidad. Pero sí de persistencia. La narradora parece obsesionada por esos hechos ocurridos en su infancia, como si hubieran marcado el resto de su vida, de la que no sabemos nada. Adivinamos que arrastra una culpa, la culpa de haber causado la ruina de un chico al que quería y además, no haberlo hecho por odio, como su primo, sino por cobardía.
Tanto Schacter como Rojas Marcos elogian la capacidad de hablar de los hechos traumáticos como primera medida curativa. La novela de Ana María Matute se enmarca en esa tradición de que solo contando aquellos hechos que nos oprimen podemos encontrar la catarsis. Cuanto más lo pienso, y a pesar de las opiniones contrapuestas, más me gusta Primera memoria.

Los siete pecados de la memoria, de Daniel Schacter

Los siete pecados de la memoria es un ensayo de divulgación publicado en 2001 por Daniel Schacter, catedrático de Psicología de la Universidad de Harvard, y seguramente uno de los hombres que más sabe en el mundo sobre la memoria. El libro, ameno y hábilmente organizado tiene además la ventaja de apoyar todas las teorías expuestas en datos científicos obtenidos a partir de diversos experimentos. La hipótesis de Schacter es sencilla, casi obvia, y no por ello menos iluminadora. Los siete pecados, como él llama a los fallos de nuestra memoria que tanto nos preocupan, son en realidad mecanismos de supervivencia que permiten que nuestra mente trabaje con la eficiencia máxima, como esos “modos económicos” que ofrecen nuestros electrodomésticos.

Pero veamos cuáles son esos siete pecados: transitoriedad, distracción, bloqueo, atribución errónea, sugestionabilidad, sesgo y persistencia. Por transitoriedad, Schacter se refiere al borrado progresivo de nuestros recuerdos. A medida que pasa el tiempo, recordamos cada vez menos detalles y hay días, semanas y meses que acaban por desaparecer completamente de nuestra memoria. Por distracción, se refiere a esos despistes que tanto nos molestan a diario. ¿Dónde he puesto las llaves? ¿Qué hice con ese libro? No hay que preocuparse, los despistes no son fruto de un Alzhéimer incipiente como a veces podamos pensar. Según Schacter, la mayoría de nuestras distracciones obedecen más bien a una falta de atención porque nuestra mente tiene la habilidad para permitirnos actuar en modo automático mientras discurre sobre otros temas. El bloqueo es ese olvido puntual y desasosegador de un dato concreto, esa sensación de “lo tengo en la punta de la lengua”. Schacter nos llama la atención sobre el hecho de que a menudo las pistas pueden ayudarnos a superar el bloqueo aunque, en ocasiones, pueda ocurrir lo contrario. Hasta ahí los pecados “por omisión” de la memoria.
En otro rango se sitúan los pecados “por comisión”. La atribución errónea consiste en atribuir un recuerdo a una fuente equivocada, un pecado que puede tener consecuencias trágicas, por ejemplo, a la hora de identificar al autor de un delito. Un caso particularmente interesante es el de la criptomnesia, que consiste en atribuirse a uno mismo una idea que, en realidad, procede otra persona. La sugestionabilidad sería la posibilidad que ofrece nuestra mente de dejarse sugestionar por agentes externos y hacernos a creer que determinados hechos han ocurrido realmente cuando son tan solo fruto de nuestra imaginación. Schacter menciona los casos de los interrogatorios en los regímenes totalitarios, donde a base de repetir preguntas orientadas a un determinado objetivo, el preso acaba por creerse culpable. Habla también de casos en los que la presión social ha llevado a determinadas personas a convencerse de haber sido víctimas de abusos sexuales sin haberlo sido. El sesgo es quizás el rasgo más peculiar e interesante de nuestra memoria: la capacidad de nuestra mente de colorear un recuerdo con nuestra propia personalidad, dotando a ese hecho ocurrido en el pasado de una ideología, una emoción o incluso conocimientos adquiridos posteriormente. Como dice Schacter, al recordar, no sacamos una foto de un álbum y la vemos tal cuál era, sino que filtramos ese recuerdo con nuestra historia personal ocurrida desde entonces. El sesgo puede falsear sin duda los recuerdos, pero es también esa prodigiosa herramienta que nos permite dotar de sentido a nuestras vidas. Es quizás lo más parecido a la narratividad. La persistencia, por último, es la perpetuación de determinados recuerdos, con frecuencia dolorosos, que nos impide tener una visión positiva del presente. 

Frente a todos esos defectos de nuestra memoria, Schacter nos ofrece trucos y consejos pero, sobre todo, nos incita a reconciliarnos con ellos por ser también la mejor arma para movernos por el mundo. ¿Qué sería de nosotros si recordáramos todo, como en el cuento de Borges de “Funes el memorioso”? ¿Cómo conduciríamos si no pudiéramos dividir nuestra atención? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si no pudiéramos teñir de sentido nuestras vidas? Nuestra memoria puede jugarnos malas pasadas, pero no la culpemos, está diseñada del mejor modo posible para garantizar nuestra supervivencia.
Maite Fernández

Primera memoria, de Ana María Matute

Primera memoria es la primera entrega de una trilogía de Ana María Matute que, bajo el título de Los mercaderes, engloba también Los soldados lloran de noche y La trampa. La novela, ganadora del Premio Nadal, fue publicada en 1959. Escrita en primera persona, Primera memoria nos cuenta la historia de dos primos reunidos en la casa de la abuela durante la Guerra Civil. Pertenecientes a familias de distintos bandos, los niños son enviados a la casa en la que vive la abuela en Las Baleares. Matia tiene en ese momento 14 años; Borja, su primo, es algo mayor, aunque más bajito. En Borja busca Matia protección y él aspira junto a ella a obtener reconocimiento, pero hay otro joven en el pueblo que le hace sombra. La primera persona es esencial para comprender ese paso crucial de la niñez a la edad adulta, la tan manida pérdida de la inocencia, que en la novela se tiñe de los tintes oscuros y opresivos de un entorno hostil. Porque estamos en una isla aislada, en un pueblo en el que las enemistades se han enquistado hasta ser parte del mismo, un lugar suspendido en el tiempo. Sin colegio, sin trabajo, sin rutina, lejos de sus padres y de sus habituales compañeros, Matia y Borja se enfrentan a sus propios monstruos.
Una novela desesperanzada, cruel, que se desarrolla en el entorno seco y abrasador de la isla, en un lugar en el que el entretenimiento de los niños consiste en buscar pelea, dejando que sea el pueblo, con sus rencillas y sus prejuicios, quien decida quiénes son amigos y quiénes enemigos acérrimos. Una novela en la que, sin que esté presente la guerra, el lector adivina las razones profundas del conflicto. Y es que más allá de los discursos políticos y de las razones de Estado, yacen humillaciones, odios y perversiones en las que no hay buenos ni malos, en las que todos son culpables.
Maite Fernández

5 de marzo de 2012

Presentación

Amin Maalouf manifiesta, en El desajuste del mundo, su convicción de que nuestra escala de valores solo puede fundamentarse hoy en la primacía de la cultura y que el siglo XXI se salvará por la cultura o se hundirá. «El futuro –continúa Maalouf– no está escrito de antemano, somos nosotros los que tenemos que escribirlo, que concebirlo, que construirlo; con audacia, porque hay que atreverse a romper con hábitos seculares; con generosidad, porque hay que reunir, tranquilizar, escuchar, incluir, compartir; y ante todo con sabiduría».

Hace un año que empezamos a reunirnos para hablar de libros. Nuestra idea era diferente a la de la mayoría de los grupos de lectura. Decidimos elegir un tema y a través de la lectura de una obra de ficción y un ensayo, explorarlo desde todos los ángulos posibles. Así, hemos hablado del deterioro del estado del bienestar, de los desafíos de las migraciones, de la identidad, de la memoria, del mal. Hemos estado de acuerdo en muchas cosas, hemos disentido en otras, nos hemos reído, nos hemos emocionado y, sin duda, nos hemos enriquecido; pero al modo de Maalouf, es decir, que seguramente hayamos logrado ser un poquito más felices, un poco más sabios y también algo más fuertes, y todo ello, sin consumir apenas los menguantes recursos del planeta.   

De momento, seguiremos devorando lecturas. Las próximas serán Persuasión, de Jane Austen, y El gobierno de las emociones, de Victoria Camps, que nos permitirán hablar próximamente de «Razón y emoción». Después de tantas discusiones racionales, bajaremos por un rato a los sótanos del sentimiento. De todo ello hablaremos en nuestros próximos posts.