21 de marzo de 2013

El yo y la mirada del otro

No sé qué es lo que más me gusta de nuestras reuniones, si la intensidad con la que leo sabiendo que luego voy a tener una tertulia, si lo mucho que disfruto de la compañía de los demás y del descubrimiento de nuevos puntos de vista y experiencias, o si es lo que queda después, todas las preguntas, las nuevas ideas y sobre todo la curiosidad y el interés por seguir aprendiendo con los que salgo de cada sesión. 

El último encuentro giró en torno a "El yo y la mirada del otro", para lo cual leímos Mi enseñanza, de Jacques Lacan, y Verano, de J.M. Coetzee. Hablamos mucho de psicoanálisis y, sin que nadie expusiera abiertamente sus mundos internos, siento que algo afloró. Dijo después una de nuestras contertulias que nuestras reuniones eran también una forma de terapia. Me ha quedado desde entonces un gusanillo extraño. ¿Era solo una forma de hablar? 

Quedó claro que el discurso de Lacan era indigesto, aunque nada desdeñable, dado el interés que ha despertado y aún despierta y los frutos evidentes de su obra. Tuvimos la suerte de que otro de nuestros contertulios había pasado por las manos de una psicoanalista lacaniana y pudo ayudarnos a comprender el desarrollo de la terapia y dejarnos una vez más expuestos a nuestras carencias, a nuestra ignorancia, a todo aquello que nos queda por explorar, no solo fuera, sino también dentro de nosotros mismos. 

Él hablaba de la necesidad de estar dispuesto a desnudarse ante el psicoanalista, de la imposibilidad de contar esas cosas ni a nuestro mejor amigo, y de los beneficios de ese vaciado emocional. Todo esto me recordó al libro que leímos de Schacter, Los siete pecados de la memoria, en el que el autor hablaba de nuestra incapacidad para registrar la totalidad de los instantes que conforman nuestra vida. Como en aquel magnífico relato de Borges de Funes el memorioso, si recordáramos todo no podríamos soportarlo. Así, la mayor parte de nuestros instantes caen en el olvido y nos quedamos solo con aquellos que nos parecen útiles, o convenientes o significativos en el relato que vamos trazando de nuestra vida. Entiendo que el psicoanálisis ayuda a recuperar esos instantes pasados por alto, tragados sin masticar, y al ponerlos en evidencia nos permite reconstruir el relato de manera distinta. La existencia precede a la esencia, decía Sartre, a quien también leímos recientemente, y quizás esos pequeños acontecimientos que son las piedrecitas que configuran nuestro camino determinan nuestra esencia, nuestro carácter, nuestra personalidad. En el caso de Lacan, la puerta para llegar a esas piedrecitas cubiertas por el polvo se abre con la llave del lenguaje. Eso al menos he creído entender. 

Lacan basa su terapia en el lenguaje, porque el lenguaje es la bisagra entre el mundo real y el yo, cada palabra es un símbolo, cada frase una metáfora, y es ahí precisamente donde están las claves para extrapolar palabras a experiencias y encontrar así el hilo hasta lo más profundo de nuestro acontecer. El lenguaje, sí. Hablar, dejar escapar una palabra tras otra, hasta dar con una de las piedras, desempolvarla, pulirla. También Schacter, desde un punto de vista muy distinto, explicaba que no hay terapia mejor que contar lo que nos ha pasado y mencionaba el ejemplo de los veteranos de guerra. 

si los traumas familiares se desahogan con psicoanalistas freudianos, lacanianos o del tipo que sean, y si las experiencias traumáticas de los veteranos se asumen mejor cuando se intercambian con otros veteranos que han pasado por situaciones similares, ¿no será verdad lo que afirmaba nuestra contertulia, no tendrán también nuestras reuniones un efecto terapéutico? 

Si pensamos que las lecturas son experiencias paralelas, que al igual que las experiencias reales nos colman de emociones y vivencias, es posible que al compartirlas estemos dejando aflorar una parte oscura que tampoco compartimos fácilmente ni con familiares ni con amigos. Hablando de nuestros libros, hablamos de experiencias lectoras profundas, acumulativas y constantemente relegadas al olvido. Y sin embargo, son experiencias que estoy segura tienen un peso importante en quiénes somos, en cómo nos relacionamos y en cómo encajamos,   a veces con auténticos malabarismos, las piezas de nuestras vidas.



18 de marzo de 2013

La cuadratura del círculo. Falso tratado de urbogonía. Gheorghe Sasarman


No he podido evitar, al leer el subtítulo de La cuadratura del círculo, “Falso tratado de urbogonía”, pensar en Stanislav Lem y en los falsos prólogos de falsos tratados que configuran su desconcertante Magnitud imaginaria. Es difícil también dejar de pensar en Borges y en sus delirantes bibliotecas. Tres autores dispares: un polaco con estudios de Medicina que explora las profundidades del alma en sus viajes a las estrellas, un argentino que busca las claves filosóficas a través de la historia, echando mano para ello tanto de la tradición clásica, como de los estudios teológicos o de las musas tangueras, y este arquitecto rumano arrastrado por las corrientes de la utopía y las del totalitarismo. Y, sin embargo, encontramos en ellos un denominador común: su imaginación desbordante para crear nuevos mundos y su racionalidad cartesiana capaz de argumentar sin fisuras los mayores disparates. En suma, Sasarman comparte con Lem y con Borges la capacidad de guiarnos por los meandros del pensamiento hasta abocarnos a sus límites.

No cabe duda de que el propio título del libro nos abre ya la puerta a la paradójica naturaleza de los 36 relatos que lo integran. En cada uno de ellos, el autor nos presenta una urbe peculiar, que constituye en sí misma un singular y misterioso cosmos. Los nombres de esas ciudades nos cuentan ya algo de las mismas: Vavilón, la ciudad falsamente ascendente, Virginia, la ciudad sin hombres, Senecia, la ciudad donde la sabiduría acaba con el trabajo manual que la sustenta, Protópolis, escenario de la involución provocada por la simple necesidad de probar aquello que se ha inventado... Si bien en muchos de ellos se plasma la preocupación del autor por las consecuencias del progreso humano, sobre todo en el plano tecnológico, hay muchos también en los que es la utopía igualitaria la que aboca al hombre al infierno. Záalzeck, por ejemplo, parte de un orden justo destruido por el afán de los sacerdotes, mientras que en Homegenia, la homogeneización de los habitantes lleva a la ruptura de los lazos humanos y a la postre, de los afectos y emociones que mueven a los hombres. 

A pesar de lo estilizado de los relatos, se respira en todos ellos el pesimismo de quien ha visto desmoronarse todas las utopías, tanto científicas como sociales. En 1975, año en que Sasarman publicó su libro en Rumanía, aquella radiante fe en el progreso de los constructivistas había desembocado en la robotización del trabajo, la contaminación del entorno y la permanente amenaza nuclear, mientras que la ilusión de justicia e igualdad había degenerado en el totalitarismo corrupto de Ceaucescu. La cuadratura del círculo se enmarca en esa tradición posibilista de traducir a alegorías la realidad circundante y, en ese marco, la lectura adquiere una dimensión distinta. Tal vez por eso las  narraciones, si bien inteligentes e irónicas, adolecen de una distante frialdad. Se echa de menos la desfachatez de Lem, un lenguaje más libre, unos juegos menos racionales, una rabia más palpable, unas peripecias más humanas y, sobre todo, la percepción subjetiva de esos entornos, esa percepción que hace inolvidables los cuentos de Borges, que vivimos como experiencias propias y no narradas. Las urbes de Sasarman son juegos mentales, elucubraciones sobre el desarrollo exacerbado de un determinado aspecto del progreso humano. La contención es una de las principales características. No hay lugar para el sentimiento en los cuentos de Sasarman, no hay felicidad ni tragedia, sino una ironía distante. Los relatos inciden una y otra vez en la degradación de lo humano, en la robotización, en el desarrollismo, en la tiranía, hay poesía en sus cuentos y erudición y retos para los lectores, pero la falta de hálito humano, en el plano literario, socava el vuelo que intuyo, en mejores circunstancias, hubiera podido tomar. 

El libro ha sido traducido al español recientemente por Mariano Martín y publicado en la editorial La Biblioteca del Laberinto. Sin poder comparar con el original rumano, se observa no obstante el minucioso trabajo del traductor para trasladar con exactitud y elegancia las palabras del autor y abrirnos las puertas al mundo de una obra de originalidad innegable. Cabe destacar también la introducción al libro en la que Mariano Martín nos ofrece una erudita presentación del autor y su obra.

Reseña recomendada: http://unlibroaldia.blogspot.com.es/2013/03/gheorghe-sasarman-la-cuadratura-del.html

6 de marzo de 2013

Antígona, de Jean Anouilh

Hace poco hablamos de la integridad. También hablamos, poco después, del prófugo, del perseguido. Y no pude por menos que recordarlo durante la representación de Antígona, en la versión de 1944 de Jean Anouilh, que pude ver el pasado domingo en el Teatro del Matadero de Madrid. Antígona hace lo que hace porque es lo que cree que es correcto, Antígona se enfrenta al rey y a su conformismo, Antígona antepone su integridad a las razones de Estado. Parece un personaje del pasado, como me lo parecieron en su momento los revolucionarios de La condición humana de André Malraux. Y, sin embargo, Antígona sigue viva en el espíritu de Roberto Saviano, el escritor del que nos ocupamos en nuestro último debate. Como Antígona, Saviano percibe con una intensidad ineludible lo que ocurre a su alrededor. Como ella, no puede callar. Y como ella, se enfrenta a algo que es demasiado grande, demasiado inasible, demasiado amedrentante como para que cualquier ser humano con algo de sentido común reconozca su impotencia. Por arcaica que pueda parecernos Antígona, su espíritu sigue vivo, en Saviano, en tantos jueces, en políticos locales, en esa maestra de guardería que se atreve a mirar y a delatar a los culpables, o en ese cura de pueblo, Peppino Diana, cuya historia nos cuenta Saviano en Gomorra. "No tenía la indolencia intelectual de quien cree que la palabra ya ha agotado todos los recursos y que solo es capaz de llenar el espacio existente entre un tímpano y el otro. La palabra como concreción, como materia agregada de átomos para intervenir en los mecanismos de las cosas, como argamasa para construir, como punta de pico". Parecen pocos, pero son más de los que creemos. Muchas veces pasan desapercibidos, o reciben críticas o son despreciados. Y, como decía el juez Falcone, a veces tienen que morir para que reconozcamos que actuaban movidos exclusivamente por un sentido del deber que ni Victoria Camps, ni nadie hasta ahora, ha sido capaz de explicar.

Antígona puede verse en el teatro Matadero de Madrid, hasta 17de marzo de 2013. Bajo la dirección de Rubén Ochandiano, cuenta como actores con Najwa Nimri, David Kammenos, Berta Ojea, Toni Acosta, Sergio Mur, Nico Romero y Ramón Grau.