31 de enero de 2014

Tema: Las clases sociales

Nuestro tema de este mes es el de las clases sociales, un tema que viene al caso porque tiene mucho que ver con la desigualdad creciente que se observa en España y en el mundo, y con la consiguiente merma de esta clase media, que tanto progreso nos ha aportado.
Según escribía recientemente Daniel Raventós, el último informe publicado por el banco suizo UBS da cuenta de que, finalizado 2013, 2.170 humanos acumulan 6,5 billones de dólares, una fortuna que representa todo el PIB mundial menos los de China y de EEUU. No solo eso, sino que esa fortuna no la han acumulado progresivamente, sino que la han incrementado en un 60% en los últimos cuatro años, es decir, en los años de crisis. Resulta desconcertante. ¿De verdad es beneficioso que no haya límites al enriquecimiento? ¿Es cierto que la riqueza genera riqueza? ¿Se debe o se puede poner coto a la acumulación?
Los libros elegidos para el debate son Tigre blanco, de Aravind Adiga, y Chavs, la demonización de la clase obrera, de Owen Jones. El primero cuenta la historia en primera persona de un niño nacido en un pueblo miserable de la India que llega a ser empresario de éxito. Pese a lo que pueda parecer, lo que nos muestra es una sociedad inmovilista, donde las personas están condenadas a la esclavitud salvo que sean capaces de utilizar la crueldad y la violencia.
El segundo es un ensayo sobre la percepción de la clase trabajadora en Gran Bretaña y los tópicos que en torno a ellos se han ido construyendo. Visto desde España, da la impresión de que se observan grandes diferencias. ¿Está demonizada la clase obrera en España? ¿Nos gobierna, como en Gran Bretaña, una clase media que accede a una educación de calidad? Jones dice que los gobiernos conservadores y laboristas habían llegado a creer que las clases habían desaparecido y que todos sus ciudadanos iban a formar parte de la clase media. ¿Han desaparecido las clases? ¿O, como observa Jones, lo que ha desaparecido son los tipos de empleo que tenía la antigua clase trabajadora? ¿Estaremos asistiendo, como afirma Guy Standing, al surgimiento de una nueva clase social, la del precariado? 

21 de enero de 2014

Viaje al fin de la noche: la violencia cotidiana

«No hay que olvidar que en la vida corriente cien individuos por lo menos a lo largo de una sola jornada muy ordinaria desean quitarte tu pobre vida: por ejemplo, todos aquellos a quienes  molestas, apretujados en la cola del metro detrás de ti, todos aquellos también que pasan delante de tu piso y que no tienen dónde vivir, todos los que esperan a que acabes de hacer pipí para hacerlo ellos, tus hijos, por último, y tantos otros. Es incesante. Te acabas acostumbrando». 
Céline. Viaje al fin de la noche.
Este figurado «viaje» hacia el final de la noche comienza cuando nuestro protagonista, un poco más que adolescente Ferdinand Bardamu, decide alistarse en el ejército francés para luchar en la Primera Guerra Mundial. Cuando llegue hasta el amanecer habrán transcurrido unos quince años. 
Entre ambos puntos se suceden los viajes reales: primero, el joven Ferdinand se traslada al frente belga. Vuelve a París, licenciado tras ser herido, y encadena varias relaciones amorosas; la que más le marca, con la americana Lola. Más tarde marcha a las colonias francesas en el Congo, donde obtiene un extraño trabajo regentando un símil de tienda de ultramarinos en medio de la selva. Un barco de esclavos (o casi) lo lleva a Estados Unidos, donde contempla boquiabierto Nueva York, esa «ciudad de pie», y trabaja brevemente en las factorías de automóviles de Detroit. Allí también conoce a Molly, hacia la que, dice, «no tardé en experimentar un sentimiento excepcional de confianza que, en los seres atemorizados, hace las veces de amor». Movido por sus deseos de conocimiento, y por algo, no sabe qué, que lo impulsa a regresar a Europa, se instala nuevamente en París, donde retoma sus estudios hasta convertirse en médico; y vuelve a su barrio (Rancy, comuna en los suburbios orientales de la capital francesa), en el que se desarrolla la parte central y, para mi gusto, más cruda de esta historia. Tiempo después abandona Rancy sin avisar a nadie, y termina empleado en una institución mental, donde se reencuentra con un antiguo profesor: el histriónico Parapine. A través de esta trama de idas y venidas, un personaje aparece y desaparece constantemente: su amigo Leon Robinson. 
El periplo, pues, es largo, y la novela también, pero la maestría del escritor y médico francés Louis-Ferdinand Auguste Destouches (alias «Céline»; Courveboie, 1894 – París, 1961) nos hace transitar por ella con los suficientes sobresaltos, los mismos que jalonan la vida de su protagonista, como para mantenernos alerta e interesados. 
Punto y aparte merece el estilo, a la vez cercano y elevado. Ferdinand y el resto de sus compañeros de «viaje» hablan con la jerga de la calle, de los suburbios, de la clase obrera. En la traducción al castellano se usan términos como «jeta», «jodienda», «hostia» y otras lindezas, que tendrán su correspondencia en el francés más florido de los barrios bajos. Estas palabras hoy en día hacen sonreir, pero es de suponer que cuando fue publicada la novela (1932) los lectores no estuvieran acostumbrados a semejante despliegue de terminología callejera. Pero, junto a esta llaneza, Céline es capaz también de poner en la mente de Ferdinand ideas de una gran profundidad y belleza, casi siempre con toques de humor, como cuando habla de esa mujer, la señora Puta, que «no es que fuese fea (…) sólo que era tan prudente, tan desconfiada, que se detenía al borde de la belleza»
La especial moralidad y la conducta sexual del protagonista es otro de los temas centrales de la historia. No desprecia a las mujeres, y las trata la mayoría de las veces en pie de igualdad con los hombres. Más bien equipara su sexualidad a la masculina, algo que en esa época (y aún hoy, diría yo) estaba lejos de ser bien visto por la sociedad. Ferdinand igual espera pacientemente durante toda la noche a que su novia parisina termine de «alternar» con unos ricos argentinos, que tiene una aventura con la prometida de su mejor amigo, y hasta fantasea con la posibilidad de hacer un «cuarteto» (no de cuerda precisamente) con esa pareja y su nueva novia polaca. La naturalidad y el relativismo moral impregnan sus relaciones.

En nuestra tertulia sobre la violencia discutimos acerca de si «Viaje al fin de la noche» había sido una buena elección para ilustrar el tema. Yo misma, al leer la que fue primera y más exitosa novela de Céline, me planteaba constantemente cómo encaja la violencia en la trama: ¿son sus personajes abiertamente hostiles entre sí? ¿Se desarrolla en ambientes de dolor? ¿Hay desprecio por la vida, pobreza suprema, guerra, enfermedades, muerte, celos, venganzas, crueldad y demás sentimientos bajos del ser humano? Indudablemente, todo eso es así. Entonces, ¿por qué me repetía esa pregunta, una y otra vez? ¿No estaba ya claro que se trata de una obra «sobre» la violencia? 
Más tarde, con perspectiva, he pensado que no es ésa la preposición más adecuada para caracterizar esta historia, escrita por uno de los autores franceses más influyentes del siglo XX, el más traducido después de Proust. «Viaje al fin de la noche» es un relato más bien «desde» la violencia e incluso «contra» ella. 
«Desde», tal vez (de eso he sido consciente después), porque en esta historia la violencia no es ruidosa, no te hace apartar la vista de las letras impresas con asco y horror; es soterrada y cotidiana. Está presente siempre, pero en pequeñas dosis la mayoría de las veces. Se encuentra inserta en el desprecio que Ferdinand y otros personajes sienten por la vida ajena e incluso por la propia. En el frente de batalla hay violencia; también en el hospital de veteranos donde el protagonista se recupera de sus heridas físicas y mentales; en el África colonial hay una violencia pegajosa; en Estados Unidos se respira un ambiente deshumanizado (con el oasis en los brazos de la prostituta Molly, de los pocos personajes amables del libro). Pero donde, a mi entender, la historia es más descarnadamente violenta desde dentro, en el mismo corazón de la vida de todos, es en el París de los barrios bajos donde el protagonista ejerce como médico. La muerte es cotidiana en los patios de vecinos: el niño Bèbert fallece de una enfermedad infecciosa sin que nada se pueda hacer por él, ni su tía, la portera, derrame más lágrimas de las necesarias; el matrimonio Henrouille busca la manera de acabar con la vieja, la madre de él, y no dudan en contratar a un mercenario para hacer el trabajo sucio; el mismo Ferdinand calcula a qué enfermos le conviene más atender, en función de las posibilidades de la familia para pagar la minuta. 
Y pienso que es una obra «contra» la violencia porque Céline pone en boca de su protagonista, en gran parte posiblemente un trasunto de sí mismo, varios alegatos en contra de la guerra. Aunque el pacifismo de Bardamu es paradójicamente violento, más bien despectivo respecto a la guerra y el poder. Un pacifismo cobarde. El discurso anti-bélico más contundente lo realiza ante Lola, su amante americana, y conduce irremisiblemente a la ruptura de la pareja:
«Sí, de lo más cobarde, Lola, rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña… Yo no la deploro… Ni me resigno… Ni lloriqueo por ella… La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan, Lola, y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca».
Se ha especulado mucho sobre los paralelismos entre la vida de Ferdinand Bardamu y la del propio Céline, también llamado Ferdinand. Céline luchó en la Gran Guerra, fue médico además de escritor, viajó a África y América, y tuvo varias esposas pero un solo gran amor, la americana Elizabeth Craig, posiblemente reflejada en los personajes de Lola y Molly. A ella dedicó esta novela, este terrible viaje a través de la noche, para llegar a un amanecer confuso y neblinoso, en el que Ferdinand no sabe si verá el sol.

12 de enero de 2014

Leviatán, de Thomas Hobbes

La lectura de Leviatán no es tarea fácil. Y no lo es, sobre todo, porque la mayoría de los temas que trata han sido ampliamente superados y ofrecen poco interés para el lector actual. Dicho esto, esta obra, publicada en 1651, es una de las más importantes de la historia de la filosofía política y cabe preguntarse entonces ¿por qué? La respuesta está en que Hobbes esboza aquí por vez primera en esta obra el concepto del contrato social, sobre el que se sustentan nuestras formas actuales de gobierno. 
Hobbes parte de la base de que sin un Estado viviríamos en una guerra de todos contra todos –por cierto, que esta es la frase que figura en el libro, la famosa de “el hombre es un lobo para el hombre” no la he encontrado por ninguna parte-. Según él, hay tres razones que llevan al hombre a luchar contra sus semejantes. La primera, la más obvia, es la competencia. Cuando dos hombres quieren la misma cosa, la lucha parece inevitable. La segunda es la desconfianza. Cuando un hombre, por fin, tiene una cosa, teme que otro pueda quitársela y antes de que eso ocurra ataca a los demás. La tercera, la más extraña y en la que Hobbes no profundiza, es la gloria. Pero es evidente que en esas guerras, el hombre también puede perder la vida y de ahí que pueda preferir “buscar la paz mientras sea posible”. Es en ese momento cuando el conjunto de los hombres puede decidir construir un hombre artificial, que sería el Estado.