Christoph
Drösser es un conocido divulgador científico alemán. Antes de La seducción de la música, Drösser se
había curtido ya con La seducción de las
matemáticas y La seducción de la
física. Este último ensayo sobre la música, publicado en alemán en 2010 y
traducido al español en 2012, le sirve además al autor para explorar una de sus
grandes aficiones, como miembro de un coro de canto a capella.
Drösser
comienza su trabajo con dos preguntas: ¿le gusta a usted la música? y ¿es usted
musical? Como ya adivinarán, la respuesta que todo el mundo da a la primera es
sí, mientras que a la segunda son muy pocos quienes se atreven a afirmar que son musicales. Partiendo de esta
primera contradicción, Drösser comienza a adentrarse en el origen de la música.
Si uno mira a su alrededor, encuentra numerosos animales que cantan, entre
ellos animales tan dispares como los pájaros y las ballenas. Entre los
homínidos, también los gibones cantan y, sin embargo, nuestros más próximos
parientes, los chimpancés, no lo hacen. Parece que la capacidad de cantar se
remonta por lo tanto muy lejos, mucho antes de que el Homo sapiens se separara
de otras ramas. ¿Y por qué la capacidad de hacer música es un rasgo que el
hombre ha mantenido? Según Darwin, un rasgo solo se impone si beneficia a la
supervivencia, pero ¿qué ventajas tiene la música? Según nos explica Drösser,
hay diversas teorías, unos dicen que puede ser una forma de atraer al otro sexo;
otros que la música tranquiliza a los niños y hace que duerman; otros, por
último, piensan que la música refuerza el sentido del grupo y es precisamente
ese carácter de colectividad el que más ha ayudado al hombre a abrirse camino
entre las fieras. Por su parte, Mithen, paleontólogo autor de Los neandertales cantaban rap: los orígenes
de la música y del lenguaje, sostiene que lenguaje y música nacieron a la
vez, el uno como refuerzo del otro, y recuerda que los padres cuando hablan a
los bebés, sabiendo que su capacidad lingüística está aún en ciernes, utilizan
un lenguaje musical, lleno de notas altas y de entonaciones variadas. Es
probable, en su opinión, que los hombres primitivos, con su lenguaje
rudimentario, hablaran también como si cantaran y, eso es el rap ¿no?
Drösser
pasa a continuación a hablarnos del sentido del oído, capaz de percibir
frecuencias desde los 16 Hz hasta los 20.000 Hz y de cómo al escuchar música se
activan tanto el hemisferio derecho del cerebro como el izquierdo. Nos habla
también de compases y escalas y esa es quizás la parte más compleja del libro,
al menos para los que no somos duchos ni en música ni en matemáticas. Nos habla
del oído absoluto, del ritmo como movimiento y merecen destacarse las
comparaciones que hace entre la música de diferentes culturas y su búsqueda de
los valores comunes.
En
el capítulo dedicado a la musicalidad, nos anima a convencernos de que son muy
pocas las personas con amusia, es decir, incapaces de cantar. La inmensa
mayoría podemos hacerlo. De hecho, recordamos cientos o miles de melodías, que
podemos reconocer en cuanto escuchamos las primeras notas y, cuando cantamos
algo mal, enseguida lo sabemos porque en nuestra mente la canción suena de otro
modo. Drösser aventura que tal vez no se trate de un problema de oído, sino de
traslación del sonido mental al aparato fonador. Nada, en todo caso, que no
pueda corregirse con una instrucción adecuada.
Quizás
la parte más interesante del ensayo de Drösser es el capítulo dedicado a los
sentimientos aunque, para bien o para mal, esta sea también la parte para la
que el autor ofrece menos respuestas. ¿Qué tiene la música que hace que
nuestras emociones afloren de inmediato? No hay duda de que la música apela
directamente a nuestra memoria y que las emociones que despierta en nosotros
están ligadas a nuestra biografía. No hay duda tampoco de que la música
determina una atmósfera y de ello se sirven la publicidad o el cine. No hay
duda por fin de que determinadas notas
(la escala mayor) “suenan” alegres y otras (la escala menor) “suenan” tristes o
de que algunas notas juntas resultan eufónicas y otras cacofónicas. Si bien
puede haber diferencias culturales e incluso personales en cuanto a todo eso,
existen ciertos rasgos de universalidad. La música en todo caso puede
inyectarnos emoción en vena con una efectividad superior a la de cualquier otra
arte. Y, sin embargo, ahí no encontramos hipótesis, ni experimentos de
psicólogos o neurocientíficos que nos ayuden a resolver el misterio.
Como
consuelo, el capítulo dedicado a la gramática musical nos ofrece algunas claves
para entender la música y cabe decir que son las mismas que nos permiten
trabajar con un texto literario. La principal es la de la relación entre
expectativa y sorpresa. La música entrena jugando el sentido del futuro, y eso
es algo muy útil para la supervivencia. Cuando la expectativa se confirma, el
organismo libera hormonas del placer. Cuando no, sentimos un escalofrío, pero
al ver después que no ocurre nada malo nos tranquilizamos. Y ahí volvemos a la
relación con el lenguaje. Está demostrado que los errores sintácticos producen
en cuestión de milisegundos una oscilación que los neurocientíficos denominan
ELAN (early left anterior negativity). Esa oscilación es aún más duradera en el
caso de los errores semánticos. Es decir, que el cerebro tarda más en
comprenderlos. Tanto los “errores” sintácticos como los semánticos son la
esencia de la poesía y de la literatura en general. Es durante esa oscilación,
durante esa suspensión del piloto automático con el que nuestro cerebro trabaja
habitualmente, cuando se produce esa sensación de descubrimiento, de abertura
de nuevos horizontes, de acercamiento al vacío que tanto placer suscita. En la
música ocurriría algo similar, nuestro cerebro espera ciertas regularidades y
cuando estas no se producen, quedamos atrapados en la experiencia estética. El
libro dedica una parte también a la música que generan los ordenadores para
concluir que, incluso en las piezas archiconocidas, como son todas aquellas que
integran el repertorio clásico, es precisamente esa variación humana en la
dinámica, la duración o el ritmo la que hace de la interpretación de un artista
algo único.
Después
de hablar de cómo se forjan nuestras preferencias musicales o de los posibles
beneficios de la música para la salud, especialmente en aquellas enfermedades
en que resulta útil aprovechar las conexiones que la música genera entre el
aparato motor y el sistema lingüístico, Drösser termina con un interesante
capítulo sobre la enseñanza de la música como parte de la educación de niños y adultos.
Parece ser que algunos experimentos han demostrado que aprender a tocar un
instrumento incrementa el cociente intelectual de los niños pero, como dice el
autor, aun si fuera cierto, la inversión de tiempo, dinero y esfuerzo que
requiere el aprendizaje difícilmente se verá compensada si solo se persigue ese
objetivo. Más interesantes son, probablemente, los beneficios de la música para
la creatividad, la disciplina, la confianza o la empatía, es decir, para todas
esas cualidades que ayudan al ser humano a vivir en sociedad y, como suele
decirse, a ser mejores personas. Solo por eso, merece más que la pena dedicar
tiempo al estudio de la música, por eso y por el disfrute que claramente
produce el formar parte de esa gran comunidad de la que los músicos tienen el
privilegio de ser miembros.
A
pesar de la longitud de la reseña, no se señala aquí más que una mínima parte
del libro, que está repleto de preguntas, de datos, de ejemplos y de estímulos
para que todos tomemos mayor conciencia de nuestro amor por la música e incluso
seamos capaces de dar un paso al frente y decidirnos a participar en esa gran
fiesta en la que movimiento, lenguaje y emoción
se unen para hacer de nosotros individuos completos.
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