Me
gustaría saber por qué me gusta tanto Nick Hornby. Muchos lo consideran un
autor simplón, incluso comercial, y es cierto que sus libros se devoran con
suma facilidad. Pero, ¿qué es lo que hace sus novelas tan digeribles? Creo que
hay motivos para reconocerle a Hornby al menos tres grandes méritos: el primero,
su habilidad para encontrar material narrativo en las vidas de hombres y
mujeres corrientes; el segundo, su habilidad para trabajar la oralidad, para
hacer que sus narradores se conviertan en amigos que, acodados en la barra del
bar y al calor de unas cervezas, nos van contando con desparpajo, ironía y
clarividencia sus problemas; y el tercero, su habilidad para trabajar los
diálogos y para recrear con la agudeza de los artistas del sketch las conversaciones entre amigos, gracias a las cuales nos
ofrece un retrato fiel de los comportamientos sociales.
Alta fidelidad es el primer libro de Hornby y es un libro logrado. Ya el título aúna perfectamente los dos temas que
vertebran la novela: la música y el amor.
Dos temas que van entrelazándose e imbricándose hasta hacernos preguntarnos si es posible separarlos, si acaso toda nuestra concepción romántica del amor no es sino fruto de las canciones que escuchamos. El libro comienza con una ruptura, una ruptura adulta que el protagonista compara con las rupturas previas de su primera adolescencia. Después de repasar sus relaciones pasadas, de preguntarse por qué todas sus novias le dejaron, Rob, el protagonista, va superando poco a poco, gracias a sus amigos y a la madurez de Laura, su falta de confianza y su incapacidad para mantener una relación estable. Una historia simple, que podría servir de guión a cualquier serie de televisión para adolescentes, pero que se salva por su inmaculada ejecución y su original actualización de un tema universal inaugurado en El Quijote, como es el del abismo entre el amor caballeresco (o jazzístico, o blusero, o roquero) y la realidad.
Dos temas que van entrelazándose e imbricándose hasta hacernos preguntarnos si es posible separarlos, si acaso toda nuestra concepción romántica del amor no es sino fruto de las canciones que escuchamos. El libro comienza con una ruptura, una ruptura adulta que el protagonista compara con las rupturas previas de su primera adolescencia. Después de repasar sus relaciones pasadas, de preguntarse por qué todas sus novias le dejaron, Rob, el protagonista, va superando poco a poco, gracias a sus amigos y a la madurez de Laura, su falta de confianza y su incapacidad para mantener una relación estable. Una historia simple, que podría servir de guión a cualquier serie de televisión para adolescentes, pero que se salva por su inmaculada ejecución y su original actualización de un tema universal inaugurado en El Quijote, como es el del abismo entre el amor caballeresco (o jazzístico, o blusero, o roquero) y la realidad.
“Quizás
todos vivimos en un tono demasiado alto, al menos los que nos pasamos el día
absorbiendo emociones y eso hace luego que no podamos sentirnos simplemente
satisfechos: o somos desgraciados o estamos absolutamente eufóricos, y esos
estados son difíciles de alcanzar en una relación sólida y estable. Quizás Al
Green es directamente responsable de más cosas de las que le habría atribuido
nunca”. Esa reflexión del protagonista resume el dilema planteado en el libro.
Así como su pregunta sobre qué va primero, el amor o la música: ¿se
enamora uno primero y luego la música le hace emocionarse o se emociona uno con
una canción y sale al ruedo abocado sin remedio a enamorarse?
Es
cierto que no hay en sus novelas inmigrantes, ni huidos de territorios en
guerra, ni genios de las finanzas, ni músicos extraordinarios, pero el hecho de
que sus personajes no sean héroes dramáticos ¿hace simples sus historias? Que
no haya asesinatos, ni venganzas, ni tragedias en sus libros ¿hace superfluas
sus palabras? Los retratos que hace Hornby de la sociedad inglesa, de su clase
trabajadora, de sus ambientes burgueses no desmerecen a aquellos retratos de la
aristocracia de las novelas del siglo XIX. Hornby hace literatura con un
material pobre, pero le saca el máximo partido y lo eleva. Y, sea como sea,
somos muchos los lectores hechos de ese material y la paciencia de Laura, su
voluntad de mantener una relación simplemente porque está ahí y porque es
sincera, el amor que vuelca en hacer de su pareja un hombre feliz y satisfecho,
son emocionantes, y la forma en que el protagonista va alejándose del ideal
amoroso que le han inculcado las canciones de su adolescencia es sencillamente
conmovedora. Nosotros, lectores corrientes, también tenemos derecho a estos destellos de minúscula grandeza.
En
cuanto a su escritura, decía Hornby en una entrevista que escribía muy
despacio, que no pasaba al párrafo siguiente hasta haber pulido bien el
anterior. Y estoy segura de que es cierto. Si uno hace la prueba de tomar un
párrafo cualquiera de Hornby e intentar quitar algo, verá pronto que no es
fácil, que no hay nada que sobre, nada que esté fuera de lugar, nada de mal
gusto a pesar de su lenguaje absolutamente coloquial y con abundantes palabras
gruesas, nada que atente contra la inteligencia del lector, a pesar de la
aparente simpleza de los personajes, nada que pueda considerarse un tópico, y
ello aun tratándose de gente completamente vulgar.
Es
posible que Alta fidelidad no sea un
libro extraordinario desde el punto de vista literario, quizás no tenga grandes
hallazgos ni se aprecie en él una ostentación de recursos, pero es un libro ameno,
inteligente y divertido, un libro bien trabajado que, al estilo de las
películas de Ken Loach, aunque con menor teatralidad, hace admirable lo
corriente, hace grande lo pequeño e ilumina con ternura esas zonas anodinas de
nuestra sociedad que, de tanto transitarlas, a menudo olvidamos.
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