1 de octubre de 2012

Algo crece en Madrid

Sobre Crece, visto en el Circo Price el sábado 29 de septiembre de 2012

Anochecía cuando salimos de casa. Hileras de lucecitas rojas recorrían la Avenida de América atascada. Llegábamos tarde al circo y nos pusimos nerviosos al ver que el Paseo del Prado estaba cortado. Se veía a mucha gente a lo lejos, cabezas oscuras de rasgos indistinguibles arremolinadas al fondo. Alrededor, numerosos furgones de policía con sus luces azules, como si la ciudad se encontrara ante una amenaza terrorista de dimensiones insospechables. En realidad, era solo otra tarde de manifestaciones, otra tarde de ciudadanos hastiados. El día anterior nuestro presidente había dicho, aprovechando su visita a las Naciones Unidas, la organización creada precisamente para que nunca más el autoritarismo nazi volviera a teñir de sangre la Tierra, que a él lo que le gustaba eran las mayorías silenciosas, es decir, las masas adormiladas que se despiertan para votar cada cuatro años y no cuestionan nada (como tiene que ser, al fin y al cabo, son ellos los que saben, le faltó decir). Dimos la vuelta para buscar otra forma de llegar a la Ronda de Atocha.

Nada más sentarnos, se apagaron las luces. El Circo Price tiene una sala sencilla, con butacas rojas, no muy cómodas, pero que recuerdan a las de los circos de las películas. Un grupo de chicos y chicas llenaron entonces el escenario y empezaron a parlotear y a moverse. Eran  jóvenes, venían de diferentes escuelas de circo del mundo, y se habían reunido para montar un espectáculo llamado Crece. Los números se sucedieron. Dos acróbatas que saltaban uno sobre otro y hacían cabriolas sobre el escenario; un chico metido dentro de un aro que jugaba incansable al ritmo de una romántica canción francesa; otro acróbata que nos hizo reír con los movimientos de sus pies; una contorsionista que intentaba ganarse los favores de un presunto magnate; una trapecista vertiginosa; y más acróbatas que se alzaban por cuerdas y saltaban de un mástil a otro. Cuando uno actuaba, los demás se iban a la parte de la orquesta y tocaban. Porque no solo eran artistas de circo, sino que también tocaban instrumentos, cantaban, bailaban y, a pesar de tener nacionalidades distintas, se entendían, sin duda gracias a que todos sabían inglés. Por no hablar de sus matemáticas, pues sus cálculos del tiempo y la distancia eran perfectos.
Visto desde Neptuno podía parecer un truco circense, pero eran reales, estaban ahí. Eran jóvenes y habían podido desarrollar su pulsión artística, sacar todo el partido posible de sus cuerpos ágiles y fuertes para crear un espectáculo bello y emocionante. Era evidente que cualquiera de ellos le daba cien vueltas a los políticos que administran nuestro presupuesto, a los que prefieren a los ciudadanos aborregados, a los que afirman que la cultura es entretenimiento, a los que nos ofrecen como solución convertirnos en mano de obra barata. Y así, dando vueltas y vueltas, trepaban por las cuerdas, subían a los trapecios, saltaban por los aros, y con sus tres, dos, uno, cuadraban sus cuentas con precisión meridiana y mantenían siempre el equilibrio.

Los miraba, y como las tertulectias forman ya parte de mí, pensaba en el arte convertido en producto de consumo del que hablaba Donald Kuspit, en los cuerpos atrapados por el capitalismo que según Beatriz Preciado los obliga a doblegarse para encajar en el rol establecido, siempre a costa de la insatisfacción permanente. Los comparaba con los cuerpos de los artistas que acababa de ver, de esos chicos y chicas que se dejaban llevar por su potencial de fuerza y de expresividad para saltar más alto que los otros, para perfeccionar sus movimientos hasta confundirse con la música, para relacionarse con sus compañeros a través del idealismo, de la complicidad, de la confianza.

Salí del circo después de mucho aplaudir y con pena de tener que abandonar aquel mágico espacio. La noche estaba fresca y las lucecitas blancas y rojas recorrían la Ronda de Atocha mientras una moto sin silenciador nos impedía comentar nuestras impresiones. Me pareció que todo lo que ocurría ahí fuera carecía de sentido y que al salir de aquella carpa de circo dejaba atrás el único mundo verdadero.

1 comentario:

  1. Este post me transmite mucha melancolía, pero melancolía optimista, al menos mientras siga existiendo gente que no renuncia a sus sueños (y mira que son tiempos dificiles para no caer en el desanimo..)

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