Anochecía cuando salimos de casa.
Hileras de lucecitas rojas recorrían la Avenida de América atascada. Llegábamos
tarde al circo y nos pusimos nerviosos al ver que el Paseo del Prado estaba cortado.
Se veía a mucha gente a lo lejos, cabezas oscuras de rasgos indistinguibles
arremolinadas al fondo. Alrededor, numerosos furgones de policía con sus luces azules,
como si la ciudad se encontrara ante una amenaza terrorista de dimensiones
insospechables. En realidad, era solo otra tarde de manifestaciones, otra tarde
de ciudadanos hastiados. El día anterior nuestro presidente había dicho, aprovechando
su visita a las Naciones Unidas, la organización creada precisamente para que
nunca más el autoritarismo nazi volviera a teñir de sangre la Tierra, que a él
lo que le gustaba eran las mayorías silenciosas, es decir, las masas
adormiladas que se despiertan para votar cada cuatro años y no cuestionan nada
(como tiene que ser, al fin y al cabo, son ellos los que saben, le faltó decir).
Dimos la vuelta para buscar otra forma de llegar a la Ronda de Atocha.
Nada más sentarnos, se apagaron
las luces. El Circo Price tiene una sala sencilla, con butacas rojas, no muy cómodas, pero que
recuerdan a las de los circos de las películas. Un grupo de chicos y chicas
llenaron entonces el escenario y empezaron a parlotear y a moverse. Eran jóvenes, venían
de diferentes escuelas de circo del mundo, y se habían reunido para montar un
espectáculo llamado Crece. Los números se sucedieron. Dos acróbatas que saltaban uno sobre otro
y hacían cabriolas sobre el escenario; un chico metido dentro de un aro que
jugaba incansable al ritmo de una romántica canción francesa; otro acróbata que
nos hizo reír con los movimientos de sus pies; una contorsionista que intentaba
ganarse los favores de un presunto magnate; una trapecista vertiginosa; y más
acróbatas que se alzaban por cuerdas y saltaban de un mástil a otro. Cuando uno
actuaba, los demás se iban a la parte de la orquesta y tocaban. Porque no solo
eran artistas de circo, sino que también tocaban instrumentos, cantaban, bailaban
y, a pesar de tener nacionalidades distintas, se entendían, sin duda gracias a
que todos sabían inglés. Por no hablar de sus matemáticas, pues sus cálculos del tiempo y la distancia eran perfectos.
Visto desde Neptuno podía parecer
un truco circense, pero eran reales, estaban ahí. Eran jóvenes y habían
podido desarrollar su pulsión artística, sacar todo el partido posible de sus
cuerpos ágiles y fuertes para crear un espectáculo bello y emocionante. Era
evidente que cualquiera de ellos le daba cien vueltas a los políticos que
administran nuestro presupuesto, a los que prefieren a los ciudadanos
aborregados, a los que afirman que la cultura es entretenimiento, a los que nos
ofrecen como solución convertirnos en mano de obra barata. Y así, dando vueltas y vueltas, trepaban por las cuerdas,
subían a los trapecios, saltaban por los aros, y con sus tres, dos, uno, cuadraban
sus cuentas con precisión meridiana y mantenían siempre el equilibrio.
Los miraba, y como las
tertulectias forman ya parte de mí, pensaba en el arte convertido en producto de
consumo del que hablaba Donald Kuspit, en los cuerpos atrapados por el capitalismo
que según Beatriz Preciado los obliga a doblegarse para encajar en el rol establecido, siempre a costa
de la insatisfacción permanente. Los comparaba con los cuerpos de los artistas
que acababa de ver, de esos chicos y chicas que se dejaban llevar por su
potencial de fuerza y de expresividad para saltar más alto que los otros, para perfeccionar
sus movimientos hasta confundirse con la música, para relacionarse con sus
compañeros a través del idealismo, de la complicidad, de la confianza.
Salí del circo después de mucho
aplaudir y con pena de tener que abandonar aquel mágico espacio. La noche
estaba fresca y las lucecitas blancas y rojas recorrían la Ronda de Atocha
mientras una moto sin silenciador nos impedía comentar nuestras impresiones. Me
pareció que todo lo que ocurría ahí fuera carecía de sentido y que al salir de
aquella carpa de circo dejaba atrás el único mundo verdadero.
Este post me transmite mucha melancolía, pero melancolía optimista, al menos mientras siga existiendo gente que no renuncia a sus sueños (y mira que son tiempos dificiles para no caer en el desanimo..)
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