El
fin del arte es obra
de Donald Kuspit, profesor de historia y filosofía del arte en la Universidad del Estado
de Nueva York y uno de los más destacados críticos de arte actuales. Publicado
en 2004, la traducción española de Akal llega en 2006. Cabe decir que el estilo
es enrevesado y no es fácil para el lector seguir la argumentación del autor,
aunque poco a poco se entresacan teorías claras y bien fundadas que nos
ayudarán a tomar una postura más ecuánime frente a las obras de arte de
nuestros días.
Como indica el título, la hipótesis
del autor es que hemos llegado al fin del arte y nos encontramos ahora en la
era del postarte, un término acuñado por Alan Kaprow, artista contemporáneo
dedicado a las performances. Kuspit cita
a numerosos artistas y repetidamente a Duchamp, el inventor del ready-made o la teoría de que cualquier
objeto se convierte en obra de arte cuando el artista lo dota de un sentido. Duchamp,
a pesar del valor que Kuspit le atribuye, significa un punto de inflexión a
partir del cual el arte empieza a perder su identidad estética. El arte elevado
cae en desgracia, las normas desaparecen, y el concepto toma primacía por
encima de cualquier otra noción. El arte deja de ser una experiencia estética
para convertirse en una experiencia psicosocial. El resentimiento contra la
belleza es además un elemento crucial del arte postestético y lo feo, lo
repugnante, lo morboso ocupan el lugar que antes ocupaban lo bello, lo bueno o
lo noble.
Kuspit nos cuenta entonces diversas
teorías sobre la belleza. Cita a Cicerón y a Shopenhauer, que encontraban la
belleza en lo sensible, así como a Hegel, que hallaba en el encuentro entre
forma y sentido la explicación de la experiencia estética. El arte postestético,
sin embargo, considera que el asunto es forma y que cualquier modificación es
una falsificación, por lo que se concentra exclusivamente en la parte
intelectual, dejando de lado todo el desarrollo sensual de la obra. Es posible,
dice Kuspit, que esa conceptualización del arte (llevada a su máxima expresión
por el arte conceptual) esconda en el fondo una incapacidad artística. Se queja
Kuspit de que muchos artistas modernos muestran en su obra cuáles son sus
valores, pero no aportan nada al espectador para que esos valores contribuyan a
mejorar el mundo. La imaginación creativa desaparece al disociarse del alma
humana y el arte acaba por parecer el primo pobre de los medios de comunicación
que, por lo demás, cuentan con herramientas mucho más sofisticadas y eficaces
para llevar a cabo la defensa de cualquier causa. No solo la obra de arte
resulta poco eficaz, sino que se falsea a sí misma cuando desafiar las
convenciones ya no es defender el yo, sino una estrategia comercial de éxito: generar
controversia, según los parámetros actuales, es mejor que ser inmortal.
El artista, por otra parte, se
mercantiliza hasta convertirse él mismo en un producto en venta. Warhol, en
1975, lo dejó claro: “El arte de los negocios es el paso siguiente al Arte”. Ahí
ya todo vale. Como anticipara Gauguin, “una época terrible se avecina [...]
para la nueva generación: el reinado del dinero”. Los enfants terribles son rápidamente institucionalizados, los objetos
que son propiedad de un artista con fuerte personalidad, como Warhol, se venden
a precios astronómicos en las subastas, los casinos de Las Vegas se rodean de
museos de arte contemporáneo. El éxito depende de lo bien que una persona se
venda en el mercado, de lo bien que imponga su personalidad y el artista deviene
a la vez vendedor y mercancía. El arte se convierte en negocio, si no en un puro
juego de azar.
Pero
lo peor para Kuspit es que la obra de arte deja de ser la representación de la
subjetividad. Mientras artistas como Kandinsky, Malevich o Mondrian se
esforzaban por plasmar en su obra su realidad interior, los artistas
postmodernos menosprecian la subjetividad en un mundo donde todas las opiniones
parecen ser igual de válidas. Y sin embargo, lo cierto es que sin subjetividad,
el arte se vacía, quedando solo el poso de su valor mercantil o de entretenimiento.
Kuspit recuerda la bella teoría de Coleridge,
para quien la función del arte era reflejar los momentos trascendentes de las
situaciones cotidianas. Pero los postartistas no creen en la trascendencia, no
creen que lo cotidiano se pueda experimentar estéticamente, no creen que el
arte implique una transformación imaginativa. Para Kuspit, en cambio, el arte
es ante todo una respuesta empática a la condición humana y es precisamente ese
humanismo lo que parece haber perdido el arte actual.
No obstante, y a pesar del título del
libro, Kuspit no ha perdido su fe en el renacimiento del arte y termina
ensalzando la obra de un grupo de artistas llamados los Nuevos Viejos Maestros,
en los que parece fundirse de nuevo la habilidad del artesano y del maestro
para dar forma a un cuadro con los valores humanos y la visión única y
subjetiva del artista. Se trata de un grupo que desconozco y al que habrá que
investigar.
No
diré que El fin del arte sea una
lectura amena, pero una vez desbrozado el camino emergen dos ideas claras que vale
la pena tener en cuenta: la necesidad de una visión personal y humanista en la
obra de arte y la importancia de que esa obra sea sincera y no un mero producto
de comerciantes y relaciones públicas. Kuspit alienta al lector a recuperar el
placer de la emoción estética y a mantener un espíritu crítico ante el arte,
que nos ayudará sin duda a separar el trigo de la paja en nuestras próximas visitas
a las salas de exposiciones y museos.
Buena reseña. Gracias por divulgar
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