Bertrand
Russell nació en Inglaterra en 1872. Vivió hasta los 98 años y en ese tiempo
pasó por dos guerras mundiales, escribió tratados de matemáticas, libros
filosóficos, proclamas políticas, novelas que le hicieron merecedor del Premio
Nobel y hasta tuvo tiempo de casarse cuatro veces y cuidar de tres hijos. No
deja de sorprender que un hombre de ese calado dedicase su tiempo a escribir un
libro como La conquista de la felicidad,
que recuerda en cierto modo a los modernos manuales de autoayuda y tiene la ligereza
de uno de esos programas radiofónicos nocturnos. Y, sin embargo, aunque pueda
despertar ciertas sonrisas –incluso en el prólogo, se aprecia que Fernando
Savater no sabe muy bien qué decir sobre este libro-, no deja de ser cierto que
está lleno de sensatez y buenos consejos. Lo mejor es que nos hace llegar un
mensaje importante y es que, al final, los objetivos de la política, de la
filosofía y de la ciencia no son otros sino incrementar la felicidad de los
seres humanos y, si esa felicidad no es posible, todo lo demás carece de
sentido.
Russell
es uno de esos pocos autores capaces de elevarse a lo más abstracto, precursor
de la lógica en sus Principia mathematica, hombre político y autor filosófico, y
actuar a la vez con los pies de la tierra, defendiendo las ventajas de las
relaciones prematrimoniales, reconociendo que el puro altruismo es raro y
afirmando que no hay nada malo en la vanidad o en la ambición, siempre y cuando
se den en su justa medida y sin perder de vista la realidad.
La conquista de la felicidad está dividido en dos partes: las causas de la
infelicidad y las causas de la felicidad. Entre las primeras, Russell señala el
vacío existencial, la competencia, el aburrimiento, la fatiga, la envidia, el
sentimiento de pecado, la manía persecutoria y el miedo a la opinión pública.
Llama
la atención comprobar cuánto ha cambiado el mundo desde esa época en que las
mujeres solo podían ser amas de casa o damas burguesas, en el que el
entretenimiento pasivo y poco alentador que había que dosificar a los niños era
la asistencia al teatro, o en el que la religión y la represión de los
sentimientos y las pasiones convertían a hombres y mujeres en seres anodinos
por fuera y a menudo heridos por dentro. Por fortuna, hoy gozamos de mayor
libertad, no tenemos tanta necesidad de esconder nuestras pasiones y
disfrutamos de facilidades inimaginables entonces para rodearnos de personas
afines, aun viviendo en el lugar más remoto. Si todo eso ha sucedido es
probable que sea porque él, entre otras muchas personas, puso su granito de
arena.
Pero
también llama la atención la pervivencia de algunas de esas lacras o incluso su
exacerbamiento. La competencia en el trabajo no ha hecho sino crecer, siendo
fuente de infelicidad, agotamiento y frustración en grandes dosis. La envidia y
la falsa modestia campan por doquier. La atribución a los demás de nuestros
males, que tan bien describe Russell, es algo que experimentamos a menudo, y no
puedo por menos que recordar sus lúcidos consejos, que me han hecho reír y a la
vez reconocerme y que me gustaría reproducir aquí: 1) recuerda que tus motivos
no son tan altruistas como a ti te parecen; 2) no sobrestimes tus propios
méritos; 3) no esperes que los demás se interesen por ti tanto como tú; 4) no
pienses que la gente piensa tanto en ti como para tener interés en perseguirte.
Me ha gustado especialmente su llamamiento a mantener la propia personalidad y
las propias ideas, aunque no gusten al resto. Cito su regla básica, que me
parece memorable y, como siempre, alejada del idealismo y llena de sentido
común: “uno debe respetar la opinión pública lo justo para no morirse de hambre
y no ir a la cárcel, pero todo lo que pase de ese punto es someterse
voluntariamente a una tiranía innecesaria”.
Russell
busca la felicidad en todos los ámbitos: el trabajo, la familia, el ocio, pero
también menciona el entusiasmo o la delicadeza, como fuentes de placer. Sus
consejos para alcanzar la felicidad son igualmente simples: el altruismo debe
reportar algún beneficio, aunque solo sea el respeto y el reconocimiento de
nuestros semejantes; el amor a los hijos no debe significar un sacrificio por
el que tarde o temprano se pedirá una recompensa; el tiempo libre es
fundamental y hay que dedicarlo a conocer mejor el mundo; hay que pensar un poco
menos en uno mismo y volcarse en asuntos no personales; y, por encima de todo,
es preciso tomar conciencia de que, por una parte, uno no es tan importante
pero, por otra, lo es por formar parte de un ejército que avanza y extiende la
civilización.
Sobre
todo, merece la pena recordar que la felicidad, esa felicidad tranquila y
serena que Russell propone, no es algo que haya que nos vaya a venir regalado, sino
algo que hay que conseguir con una sabia dosis de esfuerzo y resignación. La
felicidad, como bien dice, se conquista.
Estupenda reseña del libro de un adelantado a su tiempo en muchos aspectos, destacando los de los derechos de la mujer y su visión abierta sobre la sexualidad. Lástima que considere que la felicidad sólo es posible si se tiene cubierto el mínimo vital de subsistencia, esto relega, de facto, a la mayor parte de la población mundial a la infelicidad. Creo que esta visión no es cierta hoy, ni lo podía ser en su época. Existe felicidad en cualquier forma de búsqueda, de reivindicación y de ambición o sueño. Como el autor advierte, el libro es un manual de ayuda para la alta burguesía y la intelectualidad y es conveniente estar avisados.
ResponderEliminarEs verdad, es tan evidente que se me olvidó mencionarlo, pero sin duda es mejor avisar al lector: se trata de un libro bastante desfasado y el autor advierte claramente de que solo se dirige al público burgués. Gracias por el comentario.
Eliminar