9 de julio de 2013

La seducción de la música, Christoph Drösser

Christoph Drösser es un conocido divulgador científico alemán. Antes de La seducción de la música, Drösser se había curtido ya con La seducción de las matemáticas y La seducción de la física. Este último ensayo sobre la música, publicado en alemán en 2010 y traducido al español en 2012, le sirve además al autor para explorar una de sus grandes aficiones, como miembro de un coro de canto a capella. 


Drösser comienza su trabajo con dos preguntas: ¿le gusta a usted la música? y ¿es usted musical? Como ya adivinarán, la respuesta que todo el mundo da a la primera es sí, mientras que a la segunda son muy pocos quienes se atreven a  afirmar que son musicales. Partiendo de esta primera contradicción, Drösser comienza a adentrarse en el origen de la música. Si uno mira a su alrededor, encuentra numerosos animales que cantan, entre ellos animales tan dispares como los pájaros y las ballenas. Entre los homínidos, también los gibones cantan y, sin embargo, nuestros más próximos parientes, los chimpancés, no lo hacen. Parece que la capacidad de cantar se remonta por lo tanto muy lejos, mucho antes de que el Homo sapiens se separara de otras ramas. ¿Y por qué la capacidad de hacer música es un rasgo que el hombre ha mantenido? Según Darwin, un rasgo solo se impone si beneficia a la supervivencia, pero ¿qué ventajas tiene la música? Según nos explica Drösser, hay diversas teorías, unos dicen que puede ser una forma de atraer al otro sexo; otros que la música tranquiliza a los niños y hace que duerman; otros, por último, piensan que la música refuerza el sentido del grupo y es precisamente ese carácter de colectividad el que más ha ayudado al hombre a abrirse camino entre las fieras. Por su parte, Mithen, paleontólogo autor de Los neandertales cantaban rap: los orígenes de la música y del lenguaje, sostiene que lenguaje y música nacieron a la vez, el uno como refuerzo del otro, y recuerda que los padres cuando hablan a los bebés, sabiendo que su capacidad lingüística está aún en ciernes, utilizan un lenguaje musical, lleno de notas altas y de entonaciones variadas. Es probable, en su opinión, que los hombres primitivos, con su lenguaje rudimentario, hablaran también como si cantaran y, eso es el rap ¿no?

Drösser pasa a continuación a hablarnos del sentido del oído, capaz de percibir frecuencias desde los 16 Hz hasta los 20.000 Hz y de cómo al escuchar música se activan tanto el hemisferio derecho del cerebro como el izquierdo. Nos habla también de compases y escalas y esa es quizás la parte más compleja del libro, al menos para los que no somos duchos ni en música ni en matemáticas. Nos habla del oído absoluto, del ritmo como movimiento y merecen destacarse las comparaciones que hace entre la música de diferentes culturas y su búsqueda de los valores comunes.

En el capítulo dedicado a la musicalidad, nos anima a convencernos de que son muy pocas las personas con amusia, es decir, incapaces de cantar. La inmensa mayoría podemos hacerlo. De hecho, recordamos cientos o miles de melodías, que podemos reconocer en cuanto escuchamos las primeras notas y, cuando cantamos algo mal, enseguida lo sabemos porque en nuestra mente la canción suena de otro modo. Drösser aventura que tal vez no se trate de un problema de oído, sino de traslación del sonido mental al aparato fonador. Nada, en todo caso, que no pueda corregirse con una instrucción adecuada.

Quizás la parte más interesante del ensayo de Drösser es el capítulo dedicado a los sentimientos aunque, para bien o para mal, esta sea también la parte para la que el autor ofrece menos respuestas. ¿Qué tiene la música que hace que nuestras emociones afloren de inmediato? No hay duda de que la música apela directamente a nuestra memoria y que las emociones que despierta en nosotros están ligadas a nuestra biografía. No hay duda tampoco de que la música determina una atmósfera y de ello se sirven la publicidad o el cine. No hay duda  por fin de que determinadas notas (la escala mayor) “suenan” alegres y otras (la escala menor) “suenan” tristes o de que algunas notas juntas resultan eufónicas y otras cacofónicas. Si bien puede haber diferencias culturales e incluso personales en cuanto a todo eso, existen ciertos rasgos de universalidad. La música en todo caso puede inyectarnos emoción en vena con una efectividad superior a la de cualquier otra arte. Y, sin embargo, ahí no encontramos hipótesis, ni experimentos de psicólogos o neurocientíficos que nos ayuden a resolver el misterio.

Como consuelo, el capítulo dedicado a la gramática musical nos ofrece algunas claves para entender la música y cabe decir que son las mismas que nos permiten trabajar con un texto literario. La principal es la de la relación entre expectativa y sorpresa. La música entrena jugando el sentido del futuro, y eso es algo muy útil para la supervivencia. Cuando la expectativa se confirma, el organismo libera hormonas del placer. Cuando no, sentimos un escalofrío, pero al ver después que no ocurre nada malo nos tranquilizamos. Y ahí volvemos a la relación con el lenguaje. Está demostrado que los errores sintácticos producen en cuestión de milisegundos una oscilación que los neurocientíficos denominan ELAN (early left anterior negativity). Esa oscilación es aún más duradera en el caso de los errores semánticos. Es decir, que el cerebro tarda más en comprenderlos. Tanto los “errores” sintácticos como los semánticos son la esencia de la poesía y de la literatura en general. Es durante esa oscilación, durante esa suspensión del piloto automático con el que nuestro cerebro trabaja habitualmente, cuando se produce esa sensación de descubrimiento, de abertura de nuevos horizontes, de acercamiento al vacío que tanto placer suscita. En la música ocurriría algo similar, nuestro cerebro espera ciertas regularidades y cuando estas no se producen, quedamos atrapados en la experiencia estética. El libro dedica una parte también a la música que generan los ordenadores para concluir que, incluso en las piezas archiconocidas, como son todas aquellas que integran el repertorio clásico, es precisamente esa variación humana en la dinámica, la duración o el ritmo la que hace de la interpretación de un artista algo único.

Después de hablar de cómo se forjan nuestras preferencias musicales o de los posibles beneficios de la música para la salud, especialmente en aquellas enfermedades en que resulta útil aprovechar las conexiones que la música genera entre el aparato motor y el sistema lingüístico, Drösser termina con un interesante capítulo sobre la enseñanza de la música como parte de la educación de niños y adultos. Parece ser que algunos experimentos han demostrado que aprender a tocar un instrumento incrementa el cociente intelectual de los niños pero, como dice el autor, aun si fuera cierto, la inversión de tiempo, dinero y esfuerzo que requiere el aprendizaje difícilmente se verá compensada si solo se persigue ese objetivo. Más interesantes son, probablemente, los beneficios de la música para la creatividad, la disciplina, la confianza o la empatía, es decir, para todas esas cualidades que ayudan al ser humano a vivir en sociedad y, como suele decirse, a ser mejores personas. Solo por eso, merece más que la pena dedicar tiempo al estudio de la música, por eso y por el disfrute que claramente produce el formar parte de esa gran comunidad de la que los músicos tienen el privilegio de ser miembros.


A pesar de la longitud de la reseña, no se señala aquí más que una mínima parte del libro, que está repleto de preguntas, de datos, de ejemplos y de estímulos para que todos tomemos mayor conciencia de nuestro amor por la música e incluso seamos capaces de dar un paso al frente y decidirnos a participar en esa gran fiesta en la que movimiento,  lenguaje y emoción se unen para hacer de nosotros individuos completos. 

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