13 de julio de 2013

Alta fidelidad, Nick Hornby

Me gustaría saber por qué me gusta tanto Nick Hornby. Muchos lo consideran un autor simplón, incluso comercial, y es cierto que sus libros se devoran con suma facilidad. Pero, ¿qué es lo que hace sus novelas tan digeribles? Creo que hay motivos para reconocerle a Hornby al menos tres grandes méritos: el primero, su habilidad para encontrar material narrativo en las vidas de hombres y mujeres corrientes; el segundo, su habilidad para trabajar la oralidad, para hacer que sus narradores se conviertan en amigos que, acodados en la barra del bar y al calor de unas cervezas, nos van contando con desparpajo, ironía y clarividencia sus problemas; y el tercero, su habilidad para trabajar los diálogos y para recrear con la agudeza de los artistas del sketch las conversaciones entre amigos, gracias a las cuales nos ofrece un retrato fiel de los comportamientos sociales. 

Alta fidelidad es el primer libro de Hornby y es un libro logrado. Ya el título aúna perfectamente los dos temas que vertebran la novela: la música y el amor.
Dos temas que van entrelazándose e imbricándose hasta hacernos preguntarnos si es posible separarlos, si acaso toda nuestra concepción romántica del amor no es sino fruto de las canciones que escuchamos. El libro comienza con una ruptura, una ruptura adulta que el protagonista compara con las rupturas previas de su primera adolescencia. Después de repasar sus relaciones pasadas, de preguntarse por qué todas sus novias le dejaron, Rob, el protagonista, va superando poco a poco, gracias a sus amigos y a la madurez de Laura, su falta de confianza y su incapacidad para mantener una relación estable. Una historia simple, que podría servir de guión a cualquier serie de televisión para adolescentes, pero que se salva por su inmaculada ejecución y su original actualización de un tema universal inaugurado en El Quijote, como es el del abismo entre el amor caballeresco (o jazzístico, o blusero, o roquero) y la realidad.

“Quizás todos vivimos en un tono demasiado alto, al menos los que nos pasamos el día absorbiendo emociones y eso hace luego que no podamos sentirnos simplemente satisfechos: o somos desgraciados o estamos absolutamente eufóricos, y esos estados son difíciles de alcanzar en una relación sólida y estable. Quizás Al Green es directamente responsable de más cosas de las que le habría atribuido nunca”. Esa reflexión del protagonista resume el dilema planteado en el libro. Así como su pregunta sobre qué va primero, el amor o la música: ¿se enamora uno primero y luego la música le hace emocionarse o se emociona uno con una canción y sale al ruedo abocado sin remedio a enamorarse?

Es cierto que no hay en sus novelas inmigrantes, ni huidos de territorios en guerra, ni genios de las finanzas, ni músicos extraordinarios, pero el hecho de que sus personajes no sean héroes dramáticos ¿hace simples sus historias? Que no haya asesinatos, ni venganzas, ni tragedias en sus libros ¿hace superfluas sus palabras? Los retratos que hace Hornby de la sociedad inglesa, de su clase trabajadora, de sus ambientes burgueses no desmerecen a aquellos retratos de la aristocracia de las novelas del siglo XIX. Hornby hace literatura con un material pobre, pero le saca el máximo partido y lo eleva. Y, sea como sea, somos muchos los lectores hechos de ese material y la paciencia de Laura, su voluntad de mantener una relación simplemente porque está ahí y porque es sincera, el amor que vuelca en hacer de su pareja un hombre feliz y satisfecho, son emocionantes, y la forma en que el protagonista va alejándose del ideal amoroso que le han inculcado las canciones de su adolescencia es sencillamente conmovedora. Nosotros, lectores corrientes, también tenemos derecho a estos destellos de minúscula grandeza.

En cuanto a su escritura, decía Hornby en una entrevista que escribía muy despacio, que no pasaba al párrafo siguiente hasta haber pulido bien el anterior. Y estoy segura de que es cierto. Si uno hace la prueba de tomar un párrafo cualquiera de Hornby e intentar quitar algo, verá pronto que no es fácil, que no hay nada que sobre, nada que esté fuera de lugar, nada de mal gusto a pesar de su lenguaje absolutamente coloquial y con abundantes palabras gruesas, nada que atente contra la inteligencia del lector, a pesar de la aparente simpleza de los personajes, nada que pueda considerarse un tópico, y ello aun tratándose de gente completamente vulgar.

Es posible que Alta fidelidad no sea un libro extraordinario desde el punto de vista literario, quizás no tenga grandes hallazgos ni se aprecie en él una ostentación de recursos, pero es un libro ameno, inteligente y divertido, un libro bien trabajado que, al estilo de las películas de Ken Loach, aunque con menor teatralidad, hace admirable lo corriente, hace grande lo pequeño e ilumina con ternura esas zonas anodinas de nuestra sociedad que, de tanto transitarlas, a menudo olvidamos.




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