27 de abril de 2012

Orlando, de Virginia Woolf

Virginia Woolf empezó su carrera literaria con dos novelas de factura decimonónica, pero después de publicar Noche y Día, se unió a las vanguardias de la época y en sus obras posteriores intentó asignar a cada contenido el estilo más idóneo (o más bien el contenido que correspondiera mejor a cada experimento estilístico) y forzar los límites del lenguaje hasta encontrar su lado más poético. En esta novela, la autora se aparta de la indagación formal que constituye su marca de fábrica para emprender el camino contrario. Lo que ahora busca son fórmulas para la dislocación argumental, indaga sobre los resultados que de ella podrían obtenerse y, al desistir de los alardes estilísticos para experimentar con las posibilidades de la anécdota, su lenguaje evita cualquier complicación.

Lo que se narra ocupa más de tres siglos, pasa por la época victoriana, acaba en la actualidad de entonces y está inspirada en la vida de su amante. Uno de sus recursos más llamativos consiste en prologar desmesuradamente los límites de una vida humana otorgando a su personaje el privilegio (en este caso) de vivir un buen trecho de la historia. En el transcurso de ese tiempo, renace varias veces sin necesidad de volver a la niñez, se mantiene siempre en una ambigua juventud y no necesariamente conserva el sexo que tenía al principio. De este modo, el devenir histórico, en lugar de producir personajes diferentes, va transformando a uno solo, Orlando, que, lógicamente, ha de adaptarse a cada circunstancia, desde el apacible palacio renacentista de los primeros tiempos a la vida acelerada de la técnica y los inventos de principios del siglo XX, sin olvidar las etapas intermedias. De la mano del personaje, vamos viendo la evolución de costumbres y mentalidades, los cambios en la fisonomía de los pueblos y los progresivos avances tecnológicos que arrasan el idílico mundo del comienzo hasta no dejar ni rastro de él sin lograr que el ser humano se convierta en algo distinto de lo que ha sido siempre.

De entrada, nos parece haber caído en un novelón cursi de esos que se escribían siglos atrás y que el tiempo ha tenido el buen gusto de destruir. El marco es la Inglaterra del siglo XVI, pero no nos engañemos, Woolf describe, con toda su ironía, el agradable aspecto de un solitario aristócrata que aleja el tedio soñando con batallas antiguas. De vez en cuando introduce un defecto (es algo patoso etc.), alertándonos del tono jocoso, todavía leve pero que, poco  a poco, se irá imponiendo, pues no se trata de una obra cómica sino algo mucho más sutil. Cuando, poco después, Orlando se deja seducir por la encopetada (y provecta) Isabel I encontramos otra nota discordante, pero hasta que no hayamos avanzado un buen trecho, no valoraremos todo el alcance de la parodia.

Esos renacimientos que sufre el protagonista están, a veces, separados por un sueño de varios días. Al cabo de uno de ellos, despierta rodeado por tres espíritus alegóricos que representan el culmen del ideal femenino de entonces: Pureza, Modestia y Castidad. Ellos se encargan – nótese el guiño – de convertir al nuevo Orlando en mujer (aunque  renegarán de ella en cuanto adviertan que no han alumbrado a una fémina al uso). El personaje comienza a parecer entrañable desde ese momento, ya que es cuando Woolf comienza de verdad a comprenderle. Esa complicidad entre ambos implica también al lector. Woolf viene a decirnos que el género no es un atributo personal tan definitorio como se nos quiere dar a entender, que al sujeto le condicionan mucho más las convenciones sociales que los cromosomas que le tocaron en suerte. De ahí que Orlando sea siempre la misma persona aunque, en su papel de mujer, se vea obligada a disimular unas veces, tomar precauciones otras, comportarse, en definitiva, como se espera de ella, o bien hacer lo que le place si es que puede actuar a escondidas. No obstante, la huella de la cuna es indeleble. Por eso, aunque se esfuerce, no consigue adaptarse a la vida errante. De todos modos, en determinado momento encuentra por fin su lugar. Descubre entonces que, si bien los tiempos han cambiado radicalmente, ciertos comportamientos indeseables permanecen exactamente igual. Woolf pone así de relieve las lacras e hipocresías que adornan la sociedad que describe.

El yo – piensa Orlando – consiste en una suma de yoes y, aunque la del género no tenga demasiada relevancia, la actual identidad femenina le impide acceder a sus propiedades y tiene que embarcarse en varios procesos judiciales en los que pierde parte de su fortuna. Al recibir la sentencia sobre sus bienes, se entera de que el tribunal ha decretado también que pertenece al sexo femenino. A estas alturas, la sátira es más que evidente. La autora se permite una crítica severa de determinados sectores y actitudes, que las metáforas, lo intrincado del relato y el tono humorístico camuflan un poco permitiéndole ser más audaz.

En la sociedad victoriana, a diferencia de otros tiempos más libres, el anillo de boda deja de ser accesorio para convertirse en el núcleo de la vida de una mujer. El espíritu de la época proclama que una mujer soltera no es nadie, Orlando se da cuenta de que “hay que apoyarse en alguien”, decide hacer caso al famoso espíritu – y éste lo acepta sólo porque no ha examinado a fondo “el contenido de su mente” – y buscarse un marido en el acto, igual que habían hecho la propia Woolf y sus coetáneas. El afortunado resulta ser marino y para poder navegar ha de esperar a que sople el viento. Es la situación ideal. Orlando/Woolf se pregunta en qué consiste verdaderamente el matrimonio. Si la convivencia es un factor negativo, si basta con el amor, si la fidelidad es indispensable, sólo sabe que supone un gran cambio, se siente extraña al estar unida a un hombre al  que sólo ve “cuando el viento descansa” “otra cosa habría sido si hubiera vivido con él todo el año, como aconsejaba la Reina Victoria” Al haber conseguido un protector nominal – que no real, pues no le hace falta – puede hacer lo que siempre había querido: escribir, incluso triunfar, algo que sin el matrimonio hubiera sido inconcebible. Como puede verse, la burla y el sarcasmo son mucho mayores que al principio.

La literatura está muy presente: hay largas disertaciones sobre ella, y el mismo Orlando, de algún modo, vive para escribir. Le conocemos cuando empieza a componer un largo poema, La encina, que pule constantemente y que no abandona nunca. A medida que pasa el tiempo, lo va modificando, incluso siente la tentación de destruirlo, pero se da cuenta de que lo  que importa no es el éxito sino el  diálogo que el autor sostiene consigo mismo en el proceso de escribir. Pero también hasta aqúí llegan los prejuicios. Orlando/Woolf llega a afirmar que “con tal que piense en un hombre, a nadie le parece mal que una mujer piense” y que “con tal que escriba esquelitas, a nadie le parece mal que una mujer escriba”. Por eso, cuando finalmente decide publicarlo, se reedita varias veces y recibe un prestigioso premio, pero no llega a alcanzar la fama por tratarse de una mujer.

Son múltiples los asuntos que se mencionan, critican o son objeto de análisis. Para acercarse a los planteamientos de Woolf no hay más remedio que reirse a carcajadas, querer a su peculiar personaje y dejar que nuestros pensamientos circulen libremente.  Orlando ha sobrevivido a seis reinados y aún no ha cumplido los cuarenta. Tiene un hijo varón y un marido cómplice (la clase de compañero que le conviene), viviendo esa plenitud la dejamos, en la fecha que la autora decide que la novela ha llegado a su fin.

2 comentarios:

  1. Montuenga, ya no sé quién me gusta más, Orlando, la Woolf o tú.

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  2. Jajaja. Muchas gracias, guapísima.

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