4 de abril de 2012

Esperando a los bárbaros, de J. M. Coetzee


Todo el que ha leído a Coetzee sabe que construye maquinarias complejas y perfectamente estructuradas, que su compromiso con la justicia es insobornable, que intenta – y consigue – remover las emociones del lector, conmoverle en lo más hondo, que rehúye en lo posible la tentación del maniqueísmo y que es uno de los premios Nobel más merecidos de los últimos tiempos. Esto es lo más antiguo que he leído de él hasta ahora (de 1980), también lo más sencillo y mucho menos explícito de lo que acostumbra, pues no se sitúa en la Sudáfrica del apartheid, sino en una época difusa, bajo la dominación de un imperio abstracto en cuyos lindes subsisten unos súbditos que han aprendido a disfrutar con lo que tienen y a conformarse con las carencias. En este relato alegórico, tanto el territorio como los personajes son símbolos que nos hablan de dominación, de injusticia, de supervivencia, de crueldad ciega, de perversión de inocentes, habla de violencia, de miedo al diferente y miedo al dominador, de cobardía del poderoso cuando cree que puede dejar de serlo, de debilidades humanas.

En un punto indeterminado del mundo y de la historia, – posterior al Imperio Romano (ya que utilizan armas de fuego), pero lejos de los actuales imperialismos (pues no hay ni rastro de civilización industrial) – una época que no representa a ninguna en concreto porque intenta ser un compendio de todas, el personaje principal es un magistrado, cuyo prologando destino fronterizo no parece molestarle. Se ha adaptado a los rigores del lugar, lleva una vida apacible, suele disfrutar de su aislamiento sumergiéndose en placeres sencillos: como leer, coleccionar restos arqueológicos procedentes de excavaciones dirigidas por él mismo, impartir justicia, mantiene una convivencia pacífica con los habitantes del exterior, departe con unos convecinos menos cultivados que él, disfruta del confort y los placeres gastronómicos que puede permitirse en un lugar como ése y procura que sus, antaño frecuentes, escarceos amorosos, no se extingan del todo, aunque la edad vaya limitando su frecuencia.

Hasta que aparece el ejército, con el supuesto objetivo de defender los territorios limítrofes, y acusa a nuestro protagonista de traición. Y es que, efectivamente, él se niega a colaborar en un proyecto que considera absurdo, injusto y peligroso y que se reduce a fabricar unos cuantos chivos expiatorios, víctimas de la furia expansiva del Imperio, de los que el magistrado se apiada. Esta rebeldía y pasividad suyas le convierten en un objeto más de la ira y la crueldad de los que ocasionalmente llevan las riendas y le privan del poder, la libertad, la integridad física y hasta de la más elemental dignidad humana. Las miserias por las que pasa el personaje, sus intentos de escapar del cautiverio y de acercarse a unos convecinos para quienes ha perdido todo el prestigio y que le vuelven la espalda sin contemplaciones, nos irá manteniendo en vilo hasta que asistimos al final de la invasión, momento en el que los militares se comportan como era de esperar tratándose de ellos, dejando la frontera en la más absoluta indigencia y en un estado defensivo mucho más precario que antes.

Como sugiere el poema de Kavafis de título idéntico a la novela, un imperio, por el hecho de serlo, ha de tener un enemigo o varios, ya que ha de mantener su prestigio, la evidencia de su enorme poder, a toda costa. Y, si no los tiene, no hay otro remedio, ha de inventarlos con urgencia. Debe parecer que se expande indefinidamente, en caso contrario no sería un verdadero imperio, se convertiría en otro régimen político, mucho menos poderoso, más humilde, menos amenazante. En definitiva, un imperio que no inspire terror por doquier no es digno de tal nombre. Recuerdo que, poco después de caer el Muro, leí en la prensa un artículo que en ese momento me pareció curioso. Venía a decir, que una vez desaparecido el régimen comunista, el país que gobernaba en la práctica una buena porción del planeta tenía que buscarse otro enemigo y que a partir de ese momento era al mundo árabe a quien correspondía ocupar ese lugar. Evoco mi incredulidad de entonces pero ya no logro de entenderla. No hay duda de que el abajo firmante – cuyo nombre soy incapaz de recordar – estaba perfectamente informado.

Esta obra tiene que ver con la memoria, pues el personaje repasa sus recuerdos desde que el coronel Joll llegó a su vida hasta que salió de ella definitivamente, con las emociones, las que él mismo siente, las que los torturadores provocan en su público, las que pueden sentir los cautivos, y en particular la mujer que desencadena la trama, cuyas enfermedades están causadas por las heridas que produce la violencia ajena. Así como otras muchas provocan la muerte de la mayoría de los prisioneros, unas enfermedades que, en su caso, el protagonista ha de ir combatiendo completamente solo en un momento en que sus convecinos aún le vuelven la espalda. Explica cómo la interacción de historia e individuos puede dar lugar a que, partiendo de un estado de bienestar se acabe esperando resignadamente un final, más que previsible, que empezó a gestarse cuando la llegada de los esbirros del Imperio produjo el total desajuste de aquel tranquilo mundo y – pretendiendo acabar con unos flujos migratorios que no eran otra cosa que mero nomadismo de subsistencia pero que, debido a la desinformación tanto sobre el terreno en sí mismo como sobre el supuesto enemigo, inquietaban al poder central – el mal se institucionalizó por la fuerza.

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