25 de mayo de 2012

El fin del arte, de Donald Kuspit


El fin del arte es obra de Donald Kuspit, profesor de historia y filosofía del arte en la Universidad del Estado de Nueva York y uno de los más destacados críticos de arte actuales. Publicado en 2004, la traducción española de Akal llega en 2006. Cabe decir que el estilo es enrevesado y no es fácil para el lector seguir la argumentación del autor, aunque poco a poco se entresacan teorías claras y bien fundadas que nos ayudarán a tomar una postura más ecuánime frente a las obras de arte de nuestros días.

Como indica el título, la hipótesis del autor es que hemos llegado al fin del arte y nos encontramos ahora en la era del postarte, un término acuñado por Alan Kaprow, artista contemporáneo dedicado a las performances. Kuspit cita a numerosos artistas y repetidamente a Duchamp, el inventor del ready-made o la teoría de que cualquier objeto se convierte en obra de arte cuando el artista lo dota de un sentido. Duchamp, a pesar del valor que Kuspit le atribuye, significa un punto de inflexión a partir del cual el arte empieza a perder su identidad estética. El arte elevado cae en desgracia, las normas desaparecen, y el concepto toma primacía por encima de cualquier otra noción. El arte deja de ser una experiencia estética para convertirse en una experiencia psicosocial. El resentimiento contra la belleza es además un elemento crucial del arte postestético y lo feo, lo repugnante, lo morboso ocupan el lugar que antes ocupaban lo bello, lo bueno o lo noble.

Kuspit nos cuenta entonces diversas teorías sobre la belleza. Cita a Cicerón y a Shopenhauer, que encontraban la belleza en lo sensible, así como a Hegel, que hallaba en el encuentro entre forma y sentido la explicación de la experiencia estética. El arte postestético, sin embargo, considera que el asunto es forma y que cualquier modificación es una falsificación, por lo que se concentra exclusivamente en la parte intelectual, dejando de lado todo el desarrollo sensual de la obra. Es posible, dice Kuspit, que esa conceptualización del arte (llevada a su máxima expresión por el arte conceptual) esconda en el fondo una incapacidad artística. Se queja Kuspit de que muchos artistas modernos muestran en su obra cuáles son sus valores, pero no aportan nada al espectador para que esos valores contribuyan a mejorar el mundo. La imaginación creativa desaparece al disociarse del alma humana y el arte acaba por parecer el primo pobre de los medios de comunicación que, por lo demás, cuentan con herramientas mucho más sofisticadas y eficaces para llevar a cabo la defensa de cualquier causa. No solo la obra de arte resulta poco eficaz, sino que se falsea a sí misma cuando desafiar las convenciones ya no es defender el yo, sino una estrategia comercial de éxito: generar controversia, según los parámetros actuales, es mejor que ser inmortal.

El artista, por otra parte, se mercantiliza hasta convertirse él mismo en un producto en venta. Warhol, en 1975, lo dejó claro: “El arte de los negocios es el paso siguiente al Arte”. Ahí ya todo vale. Como anticipara Gauguin, “una época terrible se avecina [...] para la nueva generación: el reinado del dinero”. Los enfants terribles son rápidamente institucionalizados, los objetos que son propiedad de un artista con fuerte personalidad, como Warhol, se venden a precios astronómicos en las subastas, los casinos de Las Vegas se rodean de museos de arte contemporáneo. El éxito depende de lo bien que una persona se venda en el mercado, de lo bien que imponga su personalidad y el artista deviene a la vez vendedor y mercancía. El arte se convierte en negocio, si no en un puro juego de azar.

            Pero lo peor para Kuspit es que la obra de arte deja de ser la representación de la subjetividad. Mientras artistas como Kandinsky, Malevich o Mondrian se esforzaban por plasmar en su obra su realidad interior, los artistas postmodernos menosprecian la subjetividad en un mundo donde todas las opiniones parecen ser igual de válidas. Y sin embargo, lo cierto es que sin subjetividad, el arte se vacía, quedando solo el poso de su valor mercantil o de entretenimiento. Kuspit recuerda la bella teoría de  Coleridge, para quien la función del arte era reflejar los momentos trascendentes de las situaciones cotidianas. Pero los postartistas no creen en la trascendencia, no creen que lo cotidiano se pueda experimentar estéticamente, no creen que el arte implique una transformación imaginativa. Para Kuspit, en cambio, el arte es ante todo una respuesta empática a la condición humana y es precisamente ese humanismo lo que parece haber perdido el arte actual.

No obstante, y a pesar del título del libro, Kuspit no ha perdido su fe en el renacimiento del arte y termina ensalzando la obra de un grupo de artistas llamados los Nuevos Viejos Maestros, en los que parece fundirse de nuevo la habilidad del artesano y del maestro para dar forma a un cuadro con los valores humanos y la visión única y subjetiva del artista. Se trata de un grupo que desconozco y al que habrá que investigar.

            No diré que El fin del arte sea una lectura amena, pero una vez desbrozado el camino emergen dos ideas claras que vale la pena tener en cuenta: la necesidad de una visión personal y humanista en la obra de arte y la importancia de que esa obra sea sincera y no un mero producto de comerciantes y relaciones públicas. Kuspit alienta al lector a recuperar el placer de la emoción estética y a mantener un espíritu crítico ante el arte, que nos ayudará sin duda a separar el trigo de la paja en nuestras próximas visitas a las salas de exposiciones y museos.

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